TEXTUM
Carlos Orsi

El Mar Rojo, Jesús y María: el poder de los milagros y la fuerza de la oración

Pasó Nochebuena, pasó Navidad, llegó Reyes y también se celebró Janucá. Festividades marcadas por milagros ocurridos hace más de dos mil años. Si el lector o la lectora decide creer, no hay nada que explicar: la religión está allí para tomarla o dejarla y -de alguna manera- no le debe nada a nadie. Al fin y al cabo, como dicen los agnósticos, es imposible, por ahora, demostrar que Dios existe. Pero tampoco hay forma de confirmar que no existe. De todas maneras, en el medio de todo esto permanece la colección de milagros con los que crecen millones de personas en todo el mundo, y es “contra” ellos que el periodista y escritor brasileño Carlos Orsi, editor-jefe de la revista digital Questão de Ciência, preparó el “Libro de los milagros”, publicado originalmente por la Editora Unesp y ahora lanzado en español por Eudeba. Allí, Orsi apunta sobre las aguas del Mar Rojo abriéndose ante Moisés y los israelitas, el nacimiento virginial de Jesús y la estrella que condujo a los reyes magos hasta el famoso pesebre, entre otras historias. Aquí les compartimos el capítulo dedicado a una de las variantes del poder de la oración.

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En 1877, la economía de Estados Unidos se vio frente a un riesgo muy concreto de colapso, causado no ya por banqueros –pasan los siglos, cambian las amenazas–, sino por langostas. En Minnesota –todavía hoy uno de los principales centros de producción de cereales del país–, los entomólogos habían detectado la presencia de huevos de grillos y langostas en 129.500 de los 207.100 kilómetros cuadrados del estado. El peligro de una plaga devastadora para la producción de alimentos –y para las arcas– de la nación era real e inmediato.

Cada hembra de langosta pone cerca de veinte cápsulas de huevos en el campo durante el otoño. Cada cápsula contiene cerca de 150 crías de langosta. Con millones de huevos cubriendo más del 60 % del estado, una primavera caliente que ofreciera las condiciones adecuadas para el desarrollo de los insectos resultaría en trillones de langostas hambrientas surgiendo de los huevos, listas para devorar toda la vida vegetal de Minnesota y, con ella, buena parte de la cosecha nacional de granos.

La plaga de langostas era un desastre inminente. Una catástrofe anunciada frente a la cual los hacendados y las autoridades del estado se veían impotentes, como si fueran los pasajeros de un tren sin conductor. Para empeorar las cosas, el inicio de abril –mes en el que comienza la primavera en el hemisferio norte– llegó cálido y ameno.

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A pedido de los agricultores desesperados, el gobernador John Pillsbury (1827-1901) declaró que el 26 de abril sería un día estatal de ayuno y oración. La medida causó una polémica y fue denunciada por los intelectuales como un “descrédito a la inteligencia” del pueblo de ese estado. Los religiosos, por su lado, aprovecharon la oportunidad para realizar ese día misas, vigilias y cultos. El 26 de abril comenzó caluroso y soleado pero llegando la medianoche el cielo se nubló y una lluvia helada empezó a caer sobre la mayor parte de Minnesota. La precipitación se transformó en nieve. Durante todo el día siguiente y también el 28, la tormenta continuó, alternando entre lluvia, nieve y granizo. Al final de la tormenta, los agricultores descubrieron que las langostas habían sido derrotadas por el frío en el momento en el que salían de los huevos. Los pocos insectos sobrevivientes simplemente se fueron, sin atacar la cosecha. Para celebrar la ocasión fue construida una capilla.

Es impresionante cómo el hecho histórico, poco conocido fuera de Estados Unidos, representa el tipo de relato al que los científicos se refieren como “anecdótico”. En este contexto, la palabra no hace referencia a eventos divertidos, picantes o juguetones, sino que remite a su raíz griega, anékdotos, “cosa no publicada”: el registro de una experiencia individual, un dato aislado que puede hasta ser interesante en sí mismo, pero que, por falta de contextualización adecuada y de tratamiento estadístico, no sirve como base para conclusiones más amplias. Resumiendo, lo anecdótico puede tal vez señalar una verdad, pero no sirve para probarla. Muchas supersticiones tienen base anecdótica, como el apego a las corbatas, la ropa interior, los zapatos o las joyas “de la suerte”.

Para mucha gente, la historia real de la plaga de langostas de Minnesota puede parecer una prueba cabal de que las oraciones funcionan y las plegarias son escuchadas. Pero, ¿será así? ¿Y si los habitantes del estado no hubieran orado el día 26 de abril de 1877? ¿O si, en lugar de rezar, hubieran sacrificado palomas a Zeus, cabras a Baal, vírgenes a Lucifer? ¿El resultado meteorológico hubiera sido diferente? ¿Las masas de aire se hubieran comportado de otra forma? Es verdad que no tenemos cómo hacer el experimento –para felicidad de las palomas, las cabras y las vírgenes–, pero también es verdad que la eficacia de la oración es tomada como cierta por laicos y clérigos de prácticamente todos los sistemas religiosos alguna vez creados por el hombre.

Dejando de lado el aspecto sospechoso de esa unanimidad –el hecho de que el pagano tenga tanta confianza en sus oraciones como el cristiano debería hacer que algunas personas se detengan a pensar–, tenemos todavía el testimonio de la experiencia individual: usted seguramente conoce a una persona (o quizás usted sea esa persona) que tiene una historia fantástica para contar de una plegaria que fue escuchada. Como los campesinos de Minnesota.

Existen milagros que tuvieron una gran importancia histórica. Pero sospecho que la mayoría de la gente tiene una experiencia más íntima de lo milagroso en sus vidas por el resultado de la oración individual, la plegaria por un empleo, una vacante en la facultad, un día de franco, un poco más de salud, un poco más de paciencia.

Historias de pequeños milagros personales obtenidos por medio de la oración abundan, principalmente, en los programas religiosos de la televisión. Sin embargo, mucha menos relevancia tienen –en los medios de comunicación y en la memoria individual– las oraciones que no son escuchadas. Pero emerge alguno que otro caso: en 2009, el diario O Globo publicó que un exmiembro de la Iglesia Universal del Reino de Dios estaba demandando a la institución porque una plegaria para ganar un reclamo laboral por valor de un millón de reales no había sido oída por Jesús.

Identificar oraciones sin respuesta es especialmente difícil porque, primero, las personas tienden a no hablar sobre ellas; segundo, porque en un mecanismo de “encaje retroactivo”, como en el caso de los secretos de Fátima, los resultados ambiguos o negativos pueden terminar siendo interpretados como positivos. Por ejemplo, un hombre reza para que una mujer acepte casarse con él, ella lo rechaza y él después conoce a una mujer con quien se casa y es feliz. Esa persona puede considerar que su plegaria fue escuchada y aún mejor de lo que esperaba, ya que Dios impidió que cometiera un error y puso a la “mujer correcta” en su camino.

Casos no ambiguos generalmente suponen situaciones extremadamente dramáticas –como el de personas que rezan para no morir durante un desastre– y tienden a ser bastante problemáticos para los defensores del poder de la oración. Hecho que ya había sido notado por el poeta griego Diágoras de Melos, también conocido como “el Ateo” (siglo V a. C.). Dice una historia que Diágoras fue llevado por un amigo a ver imágenes de personas que ofrecían votos a los dioses por haber sobrevivido a las tormentas en el mar. Y que ante eso el poeta dijo: “¿Y dónde están las imágenes de personas que naufragaron y murieron entre las olas?”.

En su libro “Se questo è un uomo” (“Si esto es un hombre”), el químico y escritor italiano Primo Levi (1919-1987) comenta la plegaria que escuchó en Auschwitz, cuando un viejo, llamado Kuhn, rezó dando las gracias por haber escapado de la “selección” por la que los nazis escogían a quién iría a las cámaras de gas: ““Kuhn está fuera de sí. ¿No ve a Beppo, el griego, en el catre junto a él, Beppo que tiene 20 años de edad y va hacia la cámara de gas pasado mañana y lo sabe? [...] Si fuera Dios, escupiría sobre la oración de Kuhn”.

En una nota menos trágica, el escritor y filósofo francés Voltaire (1694-1778) presentaba un punto semejante: ¿qué sucede, quería saber él, si yo rezo por lluvia y mi vecino por sol?

La estadística de la oración

El primer intento científico de avalar el poder de la oración fue emprendido por el británico Francis Galton (1822-1911) y publicado en 1872, cinco años antes de la plaga de Minnesota. Galton, pariente de Charles Darwin (1809-1882), es poco recordado hoy en día y generalmente cuando se menciona su nombre no ocurre de forma muy elogiosa. Su papel en el desarrollo de la eugenesia –la idea de “perfeccionar” la raza humana por medio de la manipulación y el control de la herencia– no es exactamente una buena carta de presentación, en vista de lo que sucedió después, en el siglo XX.

Pero reducir a Galton a un mero instigador del racismo pseudocientífico es injusto. Fue también un pionero en el uso de las impresiones digitales para la identificación de criminales, de la meteorología –el primer mapa meteorológico publicado en un diario fue elaborado por Galton e impreso en la edición del 1° de abril de 1875 del Times de Londres– y de la creación de técnicas estadísticas para el análisis de datos. Y es el Galton estadístico el que nos interesa aquí. En su artículo “Statistical inquiries into the efficacy of prayer” (“Investigaciones estadísticas de la eficacia de la oración”), ofrece una serie de sugerencias sobre cómo validar la idea de que las oraciones son útiles.

El plan general, adoptado hasta hoy en varios campos de la investigación científica, es comparar la población de interés con un grupo de control: en este caso, personas que rezan (o que son objeto de oración) con personas de carácter más secular o que reciben menos rezos. Entre las comparaciones sugeridas por Galton están: los naufragios de navíos de misioneros versus de navíos de traficantes de esclavos; el tiempo de recuperación de enfermos religiosos y de enfermos seculares (en este caso, informa el autor, cotejar la muerte de bebés publicadas en el diario Record, religioso, y en el Times, más mundano, no revelaba ninguna diferencia numérica perceptible).

Pero la parte más famosa del artículo de Galton es la comparación de la longevidad de los miembros de las familias reales con las de otros grupos de personas ricas. Era necesario mantener la comparación restringida a los ricos para controlar otras variables como, por ejemplo, el acceso a atención médica de calidad (o lo que se entendiera por ello en el período analizado, entre 1758 y 1843). Galton además solo tuvo en cuenta las muertes naturales, excluyendo de la estadística los casos de accidentes y de violencia.

¿Por qué las familias reales? Porque, en las monarquías en donde hay separación formal entre la Iglesia y el Estado, la población reza por la salud del rey en la mayoría de los servicios religiosos. Explica Galton: “La oración pública por el soberano de cada Estado, protestante o católico, es y fue el espíritu de nuestra, ‘Dele salud y larga vida’”. ¿Funcionaba esa oración, elevándose hacia el cielo desde prácticamente todas las iglesias y catedrales de Europa en el siglo XIX? No. La edad promedio en que la muerte alcanzaba a los hombres de las familias reales, en el período de interés, era de 64,04 años, de hecho la menor entre todas las clases acomodadas. El grupo más longevo era el de los propietarios rurales (70,22 años en promedio).

El abordaje de Galton atrajo –como atrae todavía hoy– innumerables críticas. La mayoría de ellas puede ser resumida en la queja de que los estudios de este tipo intentan “confinar a Dios al laboratorio”. Eso no impidió, sin embargo, que en los casi 140 años que pasaron desde su publicación original, se hayan realizado nuevos intentos de medir el poder de la oración por medio de la estadística. Centenas, o posiblemente miles, de estudios ya fueron llevados a cabo sobre el tema, buena parte de ellos con el patrocinio de grupos de interés religioso, y los que revelan correlaciones positivas entre oración, religiosidad y salud generalmente reciben una amplia divulgación en los medios.

El terreno, sin embargo, es pantanoso. Más allá de que dos revisiones de la literatura médica realizadas en 1998 y 2000 hayan señalado una unión entre práctica religiosa y mejores condiciones de salud, un análisis más profundo, hecho en 2002, mostró que la mayoría de los estudios con resultados positivos contenían errores estadísticos o metodológicos que invalidaban la conclusión. Por ejemplo: un estudio publicado en 1988 mostraba que las monjas tenían menor presión arterial que el grupo de control. Pero, ¿cuál es el punto más relevante, la intervención divina o el hecho de que las monjas que participaron del estudio vivían en clausura, alejadas del estrés del mundo moderno, desde hacía veinte años?

En este siglo, los dos estudios sobre salud y oración que más repercutieron fueron el trabajo de Rogerio Lobo, Daniel Wirth y Kwang Cha, “Does prayer influence the success of in vitro fertilization-embryo transfer?” (“¿La oración influye en el éxito de la transferencia de embriones en la fertilización in vitro?”), sobre el efecto de la oración en el éxito de la inseminación artificial, publicado en 2001 en el Journal of Reproductive Medicine, y el “Study of the Therapeutic Effects of Intercessory Prayer” –STEP (“Estudio de los efectos terapéuticos de la oración intercesora”)–, publicado en 2006 en el American Heart Journal, que representó la culminación de los esfuerzos de seis diferentes centros académicos e involucró a casi dos mil pacientes.

Rezando por los embriones

El trabajo de Lobo, Wirth y Cha se hizo público un mes después de los atentados del 11 de septiembre y, de acuerdo con la noticia publicada en The New York Times, los mismos autores se mostraron sorprendidos con el resultado. Los tres investigadores, bajo la firma de la Universidad de Columbia, una de las más prestigiosas de Estados Unidos, afirmaban que las mujeres infértiles que recibían oraciones tenían el doble de chances de quedar embarazadas vía inseminación artificial, en comparación con mujeres que no contaban con el beneficio de la oración. La investigación involucró a 199 mujeres que habían asistido a un hospital de Seúl, en Corea del Sur, para intentar quedar embarazadas, entre 1998 y 1999. De ellas, cien fueron seleccionadas, de forma aleatoria, para recibir oraciones de cristianos que vivían en Estados Unidos, Canadá y Australia; las otras 99 fueron mantenidas como grupo de control. La tasa de embarazo en el grupo que recibió las plegarias llegó al 50%, contra el 26% en el de control. Si hubiera sido confirmado, el resultado sería nada menos que milagroso, además de una fuente de vergüenza para la Iglesia católica, ya que Dios estaría dando señales inequívocas de apoyo a un tipo de procedimiento considerado inmoral por sus portavoces en Roma.

Pero casi inmediatamente después de su publicación del estudio fueron señalados defectos. Primero, se planteó la cuestión ética –las mujeres coreanas no sabían que estaban siendo usadas como cobayas– y, después, se cuestionó el protocolo de trabajo: los voluntarios que oraban habían sido divididos en tres grupos, cada uno con un tipo de oración diferente. En algunos casos, la oración recomendada no pedía el éxito de la fertilización, sino solo que se hiciera la “voluntad de Dios”. Como comentó el especialista en ginecología y obstetricia Bruce Flamm en 2004, “el protocolo del estudio es tan confuso y enredado que no puede ser tomado en serio”.

Tampoco demoraron en escucharse cuestionamientos en torno a la credibilidad de los autores. Rogerio Lobo había sido citado por The New York Times como el principal responsable del trabajo, pero cuando surgieron críticas a la ética del estudio, la Universidad de Columbia informó que recién había sido notificada de la investigación más de seis meses después de su conclusión. Posteriormente, en 2004, Lobo hizo un pedido formal para que su nombre fuera retirado de la lista de autores del estudio, afirmando que había sido incluido por “error”, a pesar de haber dado entrevistas a los medios como el principal autor del descubrimiento, allá por 2001.

Otro autor, Daniel Wirth, no era ni siquiera médico, sino un abogado que también poseía un título académico en parapsicología. En noviembre de 2004, Wirth fue condenado a cinco años de prisión, después de confesar la autoría de una serie de fraudes practicados a lo largo de dos décadas, que habían involucrado millones de dólares. El tercer autor del estudio, Kwang Cha, reconoció que Wirth había sido el creador del extraño esquema de grupos de oraciones y plegarias diferenciadas y que había quedado a cargo de supervisar esos grupos.

El Journal of Reproductive Medicine nunca se retractó del estudio, una práctica adoptada por periódicos científicos cuando un trabajo publicado se revela incorrecto o fruto de fraude. Pero los problemas metodológicos señalados, sumados a la revelación del carácter de Wirth, la eliminación del nombre de Lobo y la retirada de la aprobación de la Universidad de Columbia arrojaron un comprensible manto de ridículo y descrédito sobre las conclusiones presentadas.

Fe en el corazón

En prácticamente todos los aspectos, el estudio STEP, publicado en el American Heart Journal en abril de 2006, fue lo contrario al polémico trabajo sobre fertilización in vitro de Corea del Sur. Citado por The New York Times como “la investigación más rigurosamente científica acerca de si las oraciones pueden curar enfermedades”, el trabajo involucró a investigadores de seis centros de estudios que evaluaron a 1.802 pacientes. Tuvo entre sus autores a un sacerdote católico, dos pastores bautistas y cerca de una decena de médicos.

El STEP costó 2,4 millones de dólares, pagados por la Fundación John Templeton, una organización que se define como “un catalizador filantrópico para descubrimientos relacionados con las cuestiones más profundas y que más perplejidad causan en la especie humana”. La Fundación mantiene todavía el Premio Templeton, cuya descripción oficial, hasta algunos años atrás, decía que el premio estaba destinado a personas que hubieran “aportado una contribución excepcional a la afirmación del carácter espiritual de la vida”. Actualmente la frase está formulada de otra forma: “personas que hayan [...] empleado el poder de la ciencia para explorar las cuestiones más profundas del universo, y del lugar y del propósito de la humanidad en él”. Este premio, en valor monetario, es siempre mayor que el famoso Premio Nobel.

En el estudio, las personas sometidas a una cirugía coronaria fueron divididas, de forma aleatoria, en tres grupos: 604 pacientes recibieron oraciones después de ser informados de que podrían o no ser blanco de oraciones; 597 no recibieron oraciones, después de oír la misma información; mientras que a otros 601 se les avisó que serían blanco de oraciones y recibieron los rezos. Los médicos y enfermeros involucrados en el cuidado directo de los pacientes no fueron informados acerca de quién recibiría o no las oraciones, para evitar que los profesionales se mostraran, aunque fuera inconscientemente, más (o menos) atentos con los miembros de uno u otro grupo.

Tres equipos de religiosos, dos católicos –monjas carmelitas y benedictinas– y uno protestante –del grupo Unidad Silenciosa–, rezaron por la recuperación sin complicaciones de los pacientes eleccionados. Se empleó una plegaria estandarizada. Las oraciones comenzaron en la víspera de cada cirugía y fueron repetidas diariamente durante catorce días consecutivos. El estudio fue realizado a lo largo de varios años. El resultado final fue sorprendente tanto para los religiosos, que probablemente esperaban que los pacientes blanco de las oraciones tuvieran una mejor recuperación que los demás, como para los escépticos, que creían que los tres grupos terminarían revelando el mismo tipo de evolución posoperatoria.

Lo que el STEP reveló fue que, entre los pacientes que no sabían si recibirían o no las oraciones, la tasa de complicaciones fue prácticamente idéntica, a pesar de que los blanco de oración hayan salido ligeramente peor: el 52% de ellos presentó dificultades postoperatorias, contra un 51% del otro grupo. Pero en el grupo de pacientes que tenía la certeza de que era blanco de oraciones, la tasa de complicaciones fue significativamente mayor: un 59 % de ellos sufrió dificultades después de la cirugía.

Esa conclusión resultó un tanto vergonzosa para los religiosos involucrados. Uno de los autores, el padre Dean Marek, dijo que el resultado tal vez podría atribuirse “a las limitaciones del estudio”. Ante The New York Times, el padre Marek afirmó que “se oyen toneladas de historias sobre el poder de la oración, y no dudo de ellas”. El sacerdote añadió incluso que el resultado, aunque válido, solo se refiere a oraciones hechas por personas desconocidas para los pacientes, y no por el propio paciente o por parientes y amigos.

Las críticas al carácter “reduccionista” de la investigación –”mala religión y mala ciencia”, según palabras de un investigador– tampoco tardaron en aparecer. Sería curioso ver, sin embargo, cómo muchos de los verdugos del reduccionismo científico reaccionarían si los datos hubieran demostrado un fuerte efecto positivo de las oraciones. La interpretación más razonable del resultado –excluyendo, por ejemplo, la hipótesis de que Dios se hubiera irritado con la avalancha de oraciones y decidido castigar a los pacientes– fue elaborada por el médico cardiólogo Charles Bethea, uno de los coautores del estudio. El médico concluyó que el hecho de que los pacientes supieran que serían blanco de oraciones puede haberlos puesto nerviosos, estresados e inseguros. Dijo incluso que esos pacientes podrían haber pensado: “¿Estaré tan enfermo que hasta necesitan llamar a un equipo de oración?”.

Sea como fuere, queda la comprobación de que el mejor estudio sobre el poder de la oración concluyó que las oraciones hechas por desconocidos –incluso desconocidos de profunda vocación religiosa, como monjas carmelitas– para presentar peticiones a la divinidad son, en la mejor de las hipótesis, inútiles. Lo que hace eco, curiosamente, de la investigación realizada por Francis Galton, en el siglo XIX.