Si nacés en Philadelphia en 1942 y tus padres son músicos de jazz, digamos que las posibilidades de que acabes tocando algo, del género que sea, son altas. No fue el caso de Martin Smith. Su padre, John Calhoum Smith, era saxofonista y trataba a Charlie Parker, y su madre, Louise López, era una cantante reconocida, amiga de los fundadores del Modern Jazz Quartet (y profesora y Miss Nuevo México 1939). También una activista de los derechos de los amerindios: tenía ascendencia yaqui, pueblo y senecú, además de española. Martin practicó años al piano y llegó a tocar de forma excelente… una única canción, según la familia. Tampoco sentía particular devoción por el ídolo literario local, John Updike, y sí estaba fascinado por tres británicos: George Orwell, Evelyn Waugh y Aldous Huxley. Todo para acabar haciéndose famoso por el personaje de un policía soviético y por la minuciosa descripción de la sociedad, la de la URSS, que estaba experimentando un cambio radical.
Smith se licenció en artes y escritura creativa en la Universidad de Pennsylvania y trabajó como periodista la segunda mitad de los años ‘60, primero en un tabloide de Philadelphia y después para una agencia neoyorkina, Magazine Management (allí también estaban Mario Puzo y Jimmy Breslin), en la que se hacía cargo de una revista, For men only, cuyo nombre lo dice todo. En 1970 empezó a escribir narrativa. Tenía una docena de novelas de relativo éxito, bajo distintos seudónimos y con distintas temáticas (entre ellas una serie con un agente secreto del Vaticano, o “The Indians Won”, una distopía en la que los indios habían triunfado sobre los colonos blancos), cuando su editor le pidió algo sobre un detective norteamericano en Moscú. Él pensó que era mejor que fuese un policía soviético. Editor y autor estuvieron casi una década de tira y afloja. El primero pidiendo que acabase el libro y el segundo negándose y ofreciendo recomprarlo. “Durante una reunión, el tipo se quitó los zapatos y los calcetines y comenzó a cortarse las uñas de los pies. Eso demostró con bastante claridad el respeto que me tenía”, confesó Smith en The Guardian años después.
Finalmente, en la editorial cambiaron de personal, y Smith logró venderles la versión del libro, que había estado puliendo durante diez años de negociaciones, por un millón de dólares. “Gorky Park” (“Parque Gorki”, Random House, 1981), la primera novela del policía Arkady Renko, resultó ser un excelente negocio para ambas partes. Fue inmediatamente un bestseller internacional (Michael Apted la llevó al cine en 1983 con William Hurt y Lee Marvin como protagonistas).
Arkady Renko es un investigador de la Milicia, hijo de un general héroe de la II Guerra Mundial (la Gran Guerra Patriótica para los rusos) amigo de Stalin, pero su negativa a seguir la carrera militar y el escepticismo del que hace gala lo han expulsado de la nomenklatura. Val McDermid, la prestigiosa autora noir escocesa, consideró que “Parque Gorki” había supuesto un punto de giro en el mundo de la novela negra. “Escribe sobre lugares que la mayoría de nosotros nunca hemos visitado, pero de los que creemos que sabemos por los titulares. Él nos muestra una historia diferente, y eso nos hace reexaminar nuestros prejuicios. Uno de los trabajos del novelista es iluminar los lugares oscuros, ya sean literales o metafóricos. Él hace las dos cosas”. “Parque Gorki” parte de la aparición de tres cadáveres, sin dedos, ni cara ni dientes para evitar su identificación, en el gran parque moscovita. Un ajuste de cuentas, pensaríamos todos. Pero la novela transcurre en los tiempos de Leonid Brezhnev en la secretaría del PCUS, una época en que lo único que se conocía de la URSS eran los equipos de fútbol y el desfile militar del 1 de mayo y en la que ignorábamos que era imposible que existiesen las mafias, asegura uno de los personajes de Cruz, dado el grado de control del sistema soviético.
De hecho, cuando Renko le pregunta a un vendedor de armas el posible origen de las usadas en los asesinatos, la respuesta es desalentadora: “¿De qué se puede echar mano? Desechos del Ejército Rojo, algunos mohosos revólveres ingleses, quizás una o dos pistolas checoslovacas. Si va usted al Este, a Siberia, podría encontrar alguna banda provista de una ametralladora. Aquí no, nada como lo que usted describe. Muy bien, ¿quién va a disparar? Aparte de mí, no conozco ni a diez personas en Moscú, menores de cuarenta y cinco años, capaces de hacer blanco en sus abuelas a diez pasos. ¿Dice que han estado en el servicio militar? Esto no es Estados Unidos. Si hemos participado en alguna guerra seria en los últimos treinta años, hágamelo saber”.
Un lugar donde el crimen de medio pelo no puede desarrollarse
“Parque Gorki” son más de 500 páginas de descripción de una sociedad en la que el crimen de medio pelo no tiene posibilidades de desarrollarse, pero el de altos vuelos sí, siempre que se tengan los contactos adecuados. Como casi todas, vamos. Arkady, que es reacio a las órdenes de dejar de remover lo que tiene que dejar de remover, llega a viajar hasta Estados Unidos, para encontrarse que también allí prefieren dejar la cosa como está tanto los unos como los otros que, en el fondo, eran muy parecidos (“hablaban correctamente, actuaban con informalidad norteamericana. Eran más norteamericanos que los norteamericanos. Sólo los delataba cierto espesor en la cintura, una infancia transcurrida comiendo patatas”, define a los agentes de la KGB destinados en América). Como todos sabemos, la cosa, sea lo que sea, acabará saliendo a la luz, aunque no acabe bien.
Tan poco bien acaba que, en la siguiente novela sobre el investigador soviético, “Polar Star” (“Estrella Polar”, Random House, 1989), Renko trabaja de marinero en un enorme buque factoría que faena en el Ártico, con la ayuda de cuatro pequeños remolcadores estadounidenses. El Estrella Polar es un microcosmos representativo de la URSS en la que empiezan a producirse tímidas medidas liberalizadoras (como la colaboración con empresas de Estados Unidos). Hay desde tripulantes que conservan la ingenuidad revolucionaria, como una muchacha uzbeca que se llamaba Dynama en honor de la electrificación de Uzbekistán o el marinero que argumenta el porqué de la teórica abundancia occidental: “Tantas cosas de comer, tantas radios… ¿Les parece normal? Una vez vi un documental. ¿Saben por qué tienen tantos alimentos en los almacenes? Pues porque la gente ya no tiene dinero para comprarlos”.
Smith no solo describe al detalle la ingenuidad de personajes criados bajo una propaganda unilateral, sino la brutalidad desquiciada de otros y, sobre todo, las condiciones de un trabajo ya de por sí duro en cualquier latitud, cuanto más en circunstancias climáticas extremas.
Arkady pasa de limpiar pescado helado a investigar la muerte de una marinera que apareció en las redes del barco. Y para ello, como suele pasar en todas sus novelas, recluta a una compañera:
“Natasha miró con atención a Arkady, como si en realidad le viese por primera vez.
–¿Nada de agitación antisoviética?
–Todo de acuerdo con las normas leninistas –le aseguró Arkady. Las palabras de Lenin deberían estimularnos.
–¿Lenin? –Natasha se animó–. ¿Qué dijo Lenin acerca del asesinato?
–Nada. Pero acerca de las vacilaciones dijo: ‘Primero la acción, luego ya veremos qué pasa’”.
“Havana Bay” (“Bahía de La Habana”), la cuarta novela de Arkady, transcurre en la Cuba del “período especial”. Los rusos han pasado de ser el pueblo hermano a unos traidores y Renko viaja a La Habana a petición de su antigua némesis, un agente de la KGB, al que el ambiente del Caribe parece haber relajado en exceso (“veinticinco años en el KGB, y un agente secreto utilizaba el nombre de su tortuga como contraseña. Lenin sollozó”). La pareja que investiga con él es Ofelia Osorio, una detective que está habituada a perseguir delitos distintos del asesinato:
“El turista, un pelirrojo, vestía camisa, shorts, sandalias; de su grueso cuello colgaba una bolsa de Prada y su brazo, cual una salchicha salpicada de pecas, rodeaba los hombros de la chica. Ofelia reconoció a Teresa Guiteras, una negra de melena rizada y cubierta con un vestido amarillo que apenas si le llegaba a los muslos.
–Esta vez es por amor –protestó Teresa”.
Lo curioso es que, cuando escribió “Parque Gorki”, Smith solo había estado una semana en Rusia. Y nunca tuvo intención de escribir secuelas. “Me sorprendía bastante cuando la gente me preguntaba hace unos años qué iba a hacer ahora que la Guerra Fría había terminado, como si hubiera estado fabricando misiles”, le confesó a Sophie Majeski en el digital Salon en 1996. Desde luego, al ignorante lector occidental le fascinó el retrato de la cambiante sociedad soviética. Un retrato que debía ser bastante exacto, porque las autoridades de la URSS, que sí conocían la realidad, prohibieron su difusión dentro de sus fronteras (como suele pasar, eso logró hacerlo famoso en los círculos de intelectuales disidentes, incluso Andrei Sajarov era fan suyo, según contó Nigel Wroe en The Guardian). En realidad, el creador de Arkady Renko tenía abundantes contactos en la numerosa colonia rusa de Nueva York, y acostumbra a documentarse exhaustivamente sobre el contexto de sus obras –no solo en la serie de Renko– que siempre tienen un trasfondo histórico. Por ello, ha tenido que hacer un seguimiento detallado de la evolución URSS-CEI-Rusia.
Arkady pasa de limpiar pescado a investigar la muerte de una marinera
En sus otras novelas ha tocado aspectos de esa evolución. “Red Square” (“La Plaza Roja”, anterior a “Bahía de La Habana”) tiene como telón de fondo el intento de golpe de estado contra Gorbachov por parte de la línea dura del PCUS, en agosto de 1991. En “Wolves Eat Dogs” (“Tiempo de lobos”, 2004), la primera obra que transcurre en la Rusia netamente capitalista, Renko es enviado a investigar en la recién independizada Ucrania la muerte de un oligarca, precisamente en Prypiat, la ciudad en la que estaba situada la central de Chernobyl. “Hay más seguridad en cualquier puerto del círculo ártico que en la zona de exclusión de la central nuclear”, afirmó el autor después de visitarla. En “Stalin’s Ghost” (“El fantasma de Stalin”, 2007), las presuntas apariciones del fallecido líder en una estación del metro de Moscú dan alas a un movimiento ultranacionalista que pretende tener la solución a los graves problemas que atraviesa Rusia mediante el regreso a los buenos viejos métodos de la mano dura, pero sin comunismo. Una operación orquestada por un spin doctor estadounidense con un héroe de guerra como fachada. “Three Stations” (“Tres estaciones”, 2010) se desarrolla en los ambientes marginales de los niños y adolescentes que malviven en lugares como las estaciones de tren. Tatiana se inspira en el asesinato real de la periodista Anna Politkovskaya en 2006.
A Martin Cruz Smith le diagnosticaron la enfermedad de Parkinson en fecha tan temprana como 1996. En la décima novela de la serie, “Independence Square”, publicada en este 2023, a Renko le descubren que padece Parkinson, pero de la misma forma que a su autor la enfermedad no le ha impedido escribir, al detective moscovita tampoco le imposibilita trasladarse a un Kiev amenazado de guerra para buscar a una joven activista anti-Putin. La última obra de Martin Cruz parece destilar una melancolía desde luego mucho más rusa que norteamericana. “Crimea era rusa de nuevo ahora, y era muy agradable en esta época del año. Arkady había estado allí una vez con su primera esposa, Zoya, en los días en que todas las mujeres en la playa llevaban el mismo traje de baño con estampado de leopardo porque era el único a la venta ese año. Como decía el refrán, el pasado era otro país”.
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