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El maestro perdido

Paseo por la feria de libros usados de Plaza Italia. Impresiona la velocidad de los colectivos que pasan rozando las divisorias de circulación.

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Paseo por la feria de libros usados de Plaza Italia. Impresiona la velocidad de los colectivos que pasan rozando las divisorias de circulación. Alguien aprensivo, temeroso, hipocondríaco (yo), podría imaginar que en cualquier momento alguno de esos bólidos se precipitará sobre los puestos arrastrándonos hacia la nada o el dolor justo cuando estamos hojeando un ejemplar buscado durante mucho tiempo. Pero eso no ocurre, aún.

En mi caso, la búsqueda de libros transita en dos andariveles.

En uno, la recuperación, por la vía de la compra, de nuevas ediciones que leí y recomendé fervorosamente a algún/a alumno/a, nunca recuerdo a quién, y que este/a omitió restituirme. Sería conveniente anotar fechas, nombres y teléfonos de lo/as beneficiado/as, pero a la incomodidad del reclamo habría que hacerla preceder de la memoria suficiente para recordar dónde se guardó el cuaderno, así que mejor protestar un poco y buscar Rojo y negro y La cartuja de Parma (dichosa edición esta última en dos tomos, Obras Maestras del Fondo Nacional de las Artes, con prólogo de José Bianco: sombras suele vestir la literatura en forma de recuerdo), buscar también, ya sin esperanza de encontrarlo, algún ejemplar de La Eva futura de Villiers de L’Isle-Adam. A cambio de eso, encuentro y compro un ejemplar de El mayorazgo de Ballantrae, de Stevenson, y uno del Diario, de Katherine Mansfield: no sé si los tengo en la biblioteca (no recuerdo mi recuerdo) pero la adquisición bien vale la pena por si debo prestarlos de nuevo.  Por las dudas, adquiero también La celda de cristal, de Patricia Highsmith. No sé si lo tengo o no, pero estoy seguro de que no lo leí.

El segundo andarivel está compuesto por los libros que sé que no tengo ni leí ni presté. Compro, a causa de mi persistente devoción por las literaturas orientales, Samurai, de Hisako Matsubara (desconozco al/la autor/a, no leo la contratapa, me da desconfianza la tapa pero me atrapa el título), y En construcción, de Mori Ogai, y, cuando estoy a punto de irme a causa del frío, ensucio mis dedos en una última bandeja de exhibición y me encuentro con Monsieur Shoshani, el enigma de un maestro del siglo XX, de Salomón Malka, publicado por ediciones Lilmod y Libros de la Araucaria, en una colección dedicada al pensamiento y la mística judías. La contratapa construye una serie de misterios entrelazados que disipan toda prevención y capturan por su atractivo de venta. Elie Wiesel dice que de joven esperaba al profeta Elías y cuando vio a Shoshani por primera vez creyó que debía de ser él. El filósofo Emmanuel Levinas lo llama su maestro y dice que no hay otro tema a la altura de su persona. Frases: “Personalidad enigmática y hechizante”, “extraordinario poder de fascinación”, y, como frutilla de cierre: “Este libro se lee como un relato de Borges”.

Obviamente, vuelto a casa, empiezo leyendo la historia del maestro enigmático. No se sabe dónde nació, ni su verdadero nombre, ni dónde vive, ni cuándo cae en una casa o se va a otra. Todos lo descubren en algún lugar, pero nadie sabe cómo encontrarlo. Tiene una memoria prodigiosa, interpreta el Talmud como ninguno, es irritable como un maestro zen, no le importa el dinero pero traslada una valija llena de joyas y lingotes de oro y relojes viejos y descompuestos. Una vez, durante la Segunda Guerra Mundial, en el París de la ocupación, lo detiene la Gestapo presumiendo su condición de judío, y él, para salvar su vida, asegura ser musulmán y pide la prueba de la verdad: que lo enfrenten con un ulema. El pedido es concedido. Dialogan sobre el Corán y el sacerdote islámico termina asegurando: “El sabe más y es más grande que yo”. Bebe solo leche condensada, roba libros a los amigos, puede dar diez clases explicando solo la primera palabra del Génesis, no le importa bañarse, pasa de vestir de manera elegante a mostrarse como un zaparrastroso, admite que nunca ha conocido mujer, sabe matemáticas como nadie y explica los números del azar. La contratapa acierta: no hay misterio mayor que el de una personalidad. Y no hay mejor construcción de un misterio que la palabra, que al tiempo que lo construye, lo vela. Si es que uno renuncia a la simplicidad de toda explicación.