opinión

Confesiones de un cartonero

A mí me fue bien en la FED. Claro que no fui a vender libros, pero tampoco fui a comprarlos.

El logo de Editorial Perfil Foto: Cedoc Perfil

La semana pasada se celebró la Feria de Editores 2025, de la que participaron más de trescientos. Ir a la FED es una experiencia asfixiante, ya que transcurre en un galpón lleno de stands y de gente entusiasmada con los libros, lo que hace felices a los participantes, contagiados de ese raro fervor cultural asociado al hacinamiento. Claro que, como ocurre en todas las ferias desde que los campesinos iban a vender sus chanchos, hay que ver cómo le va a cada uno. Y no a todos les va igual: unos colocan los libros con asombrosa facilidad, otros son víctimas de la indiferencia del público sin que el volumen de las ventas estén en relación con la calidad de la mercadería ofrecía. Pero esas son las reglas de las ferias.

A mí, en particular, me fue bien en la FED. Claro que no fui a vender libros, pero tampoco fui a comprarlos. En cambio, fui a mangarlos, a pedir que me los regalen en mi condición de crítico o, para decirlo más apropiadamente, de reseñista habitual. De modo que mi función allí es la de cartonero editorial, aunque soy un cartonero selectivo. Algunas veces, me regalan libros sin que los pida, otras se produce una especie de regateo, en la que los editores calculan el beneficio de que una eventual reseña les haga recuperar el valor del ejemplar de cortesía. Un tercer grupo (siempre dentro de los editores que me interesan) es el que me mira con expresión torva y poco amistosa. No diré quiénes son estos seres antipáticos, aunque por falta de espacio tampoco puedo nombrar a cada uno de los que me permitió alzarme con su material, que fueron los más. 

De todos modos, quiero mencionar a algunos integrantes de un grupo muy reducido: los que editan material muy valioso que no tienen una llegada al mercado acorde a sus méritos. Por ejemplo, un personaje que conocí gracias a Mario Varela, vendedor consorte de Gog & Magog, editorial amiga. Me refiero al gran poeta Darío Rojo, residente en Duggan, PBA (población: 573), que me regaló su libro Clasificación de objetos planos, editado por su casa matriz Seré Breve, aunque no tiene pie de imprenta, ni ISBN, ni nada que lo identifique. Lo mismo ocurría con las Ediciones Amadeo Mandarino, legendario y misterioso sello en la que Rojo publicó joyas como Mis venenos de Saint-Beuve, el crítico injustamente denostado por Proust. La editorial estaba ubicada en el extremo noreste de la FED. En las antípodas, en el extremo sudeste, estaba Editores Argentinos, de Esteban Bertola y Andrés Monteagudo, que tienen en su catálogo glorias de la letras, desde Milita Molina a Jack Kerouac, desde Reinaldo Arenas, a Leónidas Lamborghini. Con un nombre anticlimático y dos directores signados por la abulia a la hora del marketing, EA es un secreto que vale la pena develar.

Algo parecido ocurre con Club Hem, aunque puedo dar fe de la voluntad de Francisco y Agustina Magallanes por difundir nombres como Mario Bellatin, Carlos Ríos, Ariel Luppino, Felipe Polleri, héroes de la vanguardia latinoamericana. Acaso ser de La Plata y pertenecer a cooperativas que están dentro de otras cooperativas, confine a los Hem dentro en una telaraña invisible desde otras capitales. 

Ellos y muchos otros de los que me propongo ocuparme más adelante le dieron a la FED el aliento espiritual que me permitió soportar la claustrofobia.