Políticamente, atravesamos un momento de polarización hegemónica. Con una administración que avanza con instrumentos legales largamente deseados por otros gobiernos liberales y que hoy el mileísmo se empeña en concretar. La presentación de un presupuesto centralista y antiderechos, una reforma laboral abiertamente proempresarial y un blanqueo que habilita el uso de fondos no declarados sin sanciones son apenas ejemplos del nuevo orden que se busca instaurar.
Todo esto ocurre mientras Estados Unidos difunde su nueva estrategia de seguridad nacional, una actualización con rasgos trumpistas de la doctrina Monroe. Es una critica el globalismo, el libre comercio, la dependencia de organismos internacionales, y reorienta la política exterior hacia un nacionalismo estratégico. Entre sus objetivos centrales figuran la defensa de la soberanía, el control de fronteras y la primacía del Estado-nación. También reivindica principios como la “paz mediante la fuerza”, garantizarse recursos naturales, el poder blando cultural, el patriotismo ciudadano, una agenda de reindustrialización, mayor producción energética, desregulación e inversión en ciencia. Como vemos, el gran tema es recuperar el terreno perdido frente a China.
Visto desde Argentina, el dilema es cómo posicionarnos ante estas definiciones. ¿Debemos hacer énfasis en los aspectos vinculados a identidad nacional, industrialización, producción energética, patriotismo ciudadano a los vinculadas a la libre empresa, el individualismo y la desregulación? El mileísmo avanza con la idea de libertad económica sin considerar el nuevo proteccionismo que se expande en el mundo, permitiendo que China y Rusia –competidores geopolíticos de Estados Unidos– ingresen productos baratos que afectan a empresas y trabajadores locales. No solo protesta la CGT: también lo hacen Rocca y Galperin, mientras Europa y Brasil aplican aranceles a los productos chinos.
Que la derecha avance en países como Chile, Perú, Bolivia o Paraguay no significa que sus sociedades sean de derecha. Las sociedades quieren vivir mejor, y en distintos momentos creen que eso puede dárselo un gobierno de un signo político u otro. Nuestros países transitan ciclos en los que al fracaso de un gobierno le sucede otro de signo contrario. Cuanto más profundo es el fracaso, más se desplaza el péndulo electoral hacia el extremo opuesto.
El científico social del MIT Alex Pentland aporta una clave para entender este fenómeno: la polarización se intensifica cuando predominan interacciones entre personas que piensan igual, como ocurre en las redes sociales. Allí se refuerzan identidades excluyentes y se reducen los contactos con quienes sostienen otras ideas. Este tipo de dinámica favorece a liderazgos polarizantes que profundizan la lógica del “nosotros vs. ellos”, del amigo-enemigo, buscando cohesión interna a través de la confrontación y la alta carga emocional. El mileísmo es un ejemplo claro de esto, pero también lo fue el cristinismo.
Quizás, en algún momento, la salida provenga de liderazgos integradores e inspiradores, que busquen cohesión social a partir de valores compartidos, inclusión del otro e intercambio transversal de ideas, o en líderes polarizantes, pero basados en la reafirmación de valores compartidos identidad nacional respeto en las instituciones e integración de sectores Nada está dicho. Lo que sí sabemos es que el odio y la bronca sirven para ganar elecciones, pero no para construir sociedades más integradas.
Volvemos entonces al interrogante inicial: ¿cómo construir nuestro futuro en un contexto geopolítico desafiante, con una sociedad fragmentada y con instituciones débiles, conducidas por liderazgos que parecen empeñados en profundizar las grietas?
* Consultor y analista político.