Apuntes en viaje

Confinados ahí

Pedí una cerveza y me paré al lado de la barra, junto a la persona que monopolizaba el único banco alto del lugar. Mantenía un diálogo con el dueño, un hombre mayor.

Foto: MARTA TOLEDO

Entrada la noche, rumbeé hacia Robertson. El insomnio y la curiosidad me llevaron a salir hacia el pueblo más cercano, que conocía por las compras que hacía durante el día. Más de uno, en Laguna Brava, me había hablado de la pulpería del pueblo, que abría a las siete de la tarde. Al igual que muchos negocios, ningún cartel cuando el lugar estaba cerrado indicaba que ahí funcionara algo. Era simplemente una casa con las persianas bajas. La pulpería, la carnicería, la librería, la mercería, el almacén… Solo la panadería exhibía un reluciente cartel: La Nueva. 

Me desplacé convencido de que no tardaría en reconocer el boliche del pueblo: gente alrededor de mesas enclenques, luz de almacén en el interior, una heladera antigua de madera, pisos calcáreos resquebrajados. Y así fue. El clima de la pulpería era ese. Una puerta abierta, detrás un pool y más allá la susodicha heladera que oficiaba de barra. Un trapo rejilla con moscas. Vasos vacíos. Una repisa con una damajuana y un par de aperitivos. Cuando pasé, todos los parroquianos, con sus boinas de campo, torcieron la mirada y saludaron con una amabilidad inesperada. Como si la presencia de un forastero los arrancara de un sopor inmemorial. Salvo los que jugaban en un rincón a las cartas, los demás, incluso compartiendo mesa, permanecieron estáticos, como hechizados por el paisaje nocturno. Pedí una cerveza y me paré al lado de la barra, junto a la persona que monopolizaba el único banco alto del lugar. Mantenía un diálogo con el dueño, un hombre mayor, de bigotes teñidos, tal vez el único que en el lugar seguía sobrio. Parecían empantanados en un asunto de caballos de carrera. Estirando el cuello, el parroquiano le aseguraba que el caballo que Henry montaba no era el mejor que habían criado. Que al tipo le habían dado un animal manso para que pudiera controlarlo. 

Mi presencia detuvo el debate. El parroquiano me miró y me comentó que cuidoneaba caballos de carrera en La Alameda, perteneciente a una familia de norteamericanos millonarios, y que había viajado por todo el mundo. “Donde hay polo, carreras, hay caballos argentinos y cuidadores argentinos. Los mejores caballos son de acá, no hay con qué darles. Toda la zona vive de eso… Los gringos se los llevan de a cinco y uno viaja con los caballos… Y por eso es que este muchacho Henry vino acá a aprender”. El dueño asintió con la cabeza, hizo el gesto de acomodarse el ala de un sombrero que no llevaba y ante mi incredulidad agregó: “Henry chupaba con nosotros, era uno más, lo veías y no te creías que era un millonario”. Di un paso al costado pero el cuidador de caballos me interceptó agarrándome de la muñeca: “Se escapaba de la seguridad a la noche y se venía a mamar acá, ¿entendés? Con nosotros… No lo podían controlar”. 

No entendí si se refería a ellos dos o a los borrachos del pueblo confinados ahí, pero pensé que en todo caso yo acababa de hacer lo mismo, con la salvedad de que no me había escapado de ningún guardaespaldas. Un poco más allá, en la mismísima sombra, otro cuidador de caballos vociferó: “Si había vino malo, Henry pedía ese”. “Tomaba lo que tomábamos nosotros”, replicó otro hombre, en el extremo opuesto. “Ojo, no hablaba mal el español, se hacía entender”, agregó un tercero imponiéndose.

Cuando se hizo silencio, me animé a preguntar hacía cuánto había estado Henry allí en Robertson. Tres años, cinco, diez… Cada cual tenía su versión, lo cual me hizo sospechar que Henry había estado varias veces ahí, o que simplemente el pueblo reunido en la pulpería vivía de los recuerdos lacónicos de un joven millonario norteamericano de paso.