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¡El libro del año!

Esa imposibilidad es el único lugar posible para la literatura.

Estas últimas semanas salieron muchas notas sobre los libros del año, con votaciones, selecciones, opciones. ¡Pero de ningún lado me invitaron a votar! ¿Cómo puede ser? ¡Soy columnista del prestigiosísimo bisemanario PERFIL y no piensan en mí! Así le va a la literatura argentina. Pues, voy a aprovechar este espacio dominical para elegir el mejor libro del año… del año 1857: ¡Madame Bovary! (estuvo muy peleado con Las flores del mal). No sé por qué, o tal vez sí, recuerdo ahora una frase de Foucault que leí el otro día en la Puerto Rico, mientras hacía tiempo para volver a verla: “Cada acto literario, sea el de Baudelaire, el de Mallarmé o el de los surrealistas –poco importa– implica al menos, creo, cuatro negaciones, cuatro rechazos, cuatro intentos de asesinatos: rechazar ante todo la literatura de los otros; segundo, negar a los otros el derecho a hacer literatura, impugnar que las obras de los otros sean literatura; tercero, negarse a sí mismo, impugnarse a sí mismo el derecho a la literatura, y cuarto y último, negarse a hacer o decir, en el uso del lenguaje literario, otra cosa que el asesinato sistemático, consumado de la literatura”. Foucault recrea el recorrido canónico francés que va de Baudelaire, pasando por Mallarmé, hasta desembocar en el surrealismo, es decir el recorrido que va de Las flores del mal a las vanguardias. Pero yo creo que esa cuádruple negación (que, en verdad, formulada a la inversa, no como negación sino como afirmación, es la afirmación de la dimensión agonística de la literatura) comienza también y sobre todo con Flaubert.

Flaubert no es aún Mallarmé, todavía no juega “ese juego insensato de escribir” (Blanchot sobre Mallarmé); no lo juega, pero hace algo central: funda las reglas (el lenguaje es el lugar donde todo es posible). Mallarmé es el primero en practicar el juego; en realizarlo ya no en la neurosis del límite (escribir/tachar), sino en la dispersión, en el lugar donde ya no hay esperanza en las palabras. Se van trazando así algunas herencias de Flaubert: Mallarmé, Raymond Roussel, la abstracción del Nouveau Roman. Puesta en cuestión la representación, la literatura se escribe en la fatalidad de la sospecha: narrar para hacer creer –en los personajes, las historias, los paisajes, las tramas– se convierte en sospechoso. No desaparece la anécdota, sino que a partir de Flaubert desaparece como certeza; desaparece su tranquilidad, su inocencia. Culpable de una imposibilidad, la del narrar (ésa es a culpabilidad radical, definitiva, que el fiscal y el juez del juicio a Flaubert por “ofensas a la moral pública” en Madame Bovary, no logran desentrañar). Sin embargo, esa culpabilidad, esa imposibilidad, es el único lugar posible para la literatura. Las escrituras más radicales del siglo XX y XXI se realizan en la crítica a la inocencia de la narración. Del lenguaje como exceso, como desmesura, a la puesta en cuestión de la representación y más allá; en la indiferencia de la intriga, de la anécdota, la cronología, el orden, la identificación, la eficacia, los de-senlaces, la coherencia, los personajes, la verosimilitud, la pertinencia; bajo el legado de Flaubert la literatura se escribe contra la narración; se escribe en la precariedad de un más allá (de la voluntad, del lenguaje), de un afuera (del tiempo, del logos), en el después de una irreparable fractura.