Cuatro enigmas
Umberto Eco consideraba al libro no leído mucho más importante que el leído, entendía que una biblioteca privada no es un apéndice para el ego, sino una herramienta de investigación. A esos libros que miraban amenazadoramente esperando ser abiertos, conformaban para Eco la antibiblioteca, esa que crece mucho más velozmente que la de los libros leídos. Los libros no leídos son perfectos: rara vez decepcionan, son un cúmulo de esperanzas; muchas veces al leerlos encontramos que no eran tan buenos como los imaginábamos, y entonces, como sucede con los viajes, a veces pensamos que era preferible quedarnos en casa y seguir pensando en el destino como en un bello lugar donde todo lo perfecto se daba cita, donde hubiésemos querido vivir y morir; ahora, al conocerlo, descubrimos que sus habitantes son antipáticos, que el viento hiela la sangre y que nuestra ventana da a un baldío lleno de ratas.
En una entrevista que el periodista Robert Maggiori le hizo a Jean-Luc Godard en 2006, Godard responde a la pregunta de si alguna vez se sintió tentado con escribir: “Sí –dice Godard–, como todo el mundo. Pero no sabría cómo continuar... Admiré siempre las primeras frases de Dostoyevski, de Flaubert, pero ellos sabían continuar. Probé con traducciones. Pasé un año en América del Sur, me había gustado una novela de Paulina Medeiros, Un jardín para la muerte, la traduje y se la envié a Aragón.”
La dicho por Godard es enigmático por varios motivos: en primer lugar porque venimos a saber que sufría del mismo mal que muchos narradores (Borges, entre otros), a quienes el formato novela resulta intransitable a la hora de escribir, por su extensión y por una incapacidad innata a tener que lidiar con eventos y diálogos anodinos. Tal como ocurre con lo que Gombrowicz llamaba la poesía pura, es difícil lidiar con cierto lenguaje que solo admite la perfección, y es difícil lidiar por partida doble: para el que escribe y para el que lee. Es la misma diferencia –el ejemplo es de Gombrowicz–, que existe entre tomar un café con leche con azúcar y una taza de azúcar sola. Hace falta un paladar atrofiado para soportar algo así. Es por eso que los cuentos de Borges me resultan intragables: son demasiado perfectos. (A propósito, Borges tenía la repugnante costumbre de comer en La Biela terrones de azúcar embebidos en café.)
Otro enigma es Paulina Medeiros. ¿Quién era? Montevideana nacida en 1903 y fallecida en 1992, una militante en la defensa de los derechos de la mujer, opositora activa de la dictadura de Gabriel Terra, durante cuyo gobierno fue secuestrada y encarcelada, por lo que luego se exilió en Buenos Aires. Su primer libro data de 1929, los poemas en prosa de El posadero que hospedaba sueños sin cobrarles nada. Un jardín para la muerte fue publicado por Santiago Rueda en 1951, y esa es la edición que conseguí. No sé nada de ese libro y no quiero saberlo. El temor se acrecienta cuando recuerdo que recomendada por Godard como la mejor novela del siglo XX traté de leer La serpiente emplumada de D. H. Lawrence. Y digo “traté” porque no pude llegar ni a la mitad.
El tercer enigma es Godard traductor. Es un papel en el que nunca me lo había imaginado. Eso significa que era capaz de leer en español, y tampoco me imaginaba eso.
El cuarto enigma es cuál fue el destino de aquella traducción enviada a Louis Aragon, en la época en que seguramente era director general de Editeurs Français Réunis (EFR), que desde la década de 1950 hasta principios de la década del 60 publicaba sobre todo escritores franceses y soviéticos, especialmente aquellos vinculados al realismo socialista.
Paulina Medeiros responde bastante bien al perfil de EFR: leí algunos cuentos suyos publicados en revistas en los años 50 y hablan de marginación social en orfelinatos, con niños y adolescentes víctimas del abandono y otras desgracias muy del gusto socialista. Creo que es la primera vez que tengo más ganas de leer una traducción que el original.
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