Doble filo
Me pregunto en cuántos idiomas pasará lo que en nuestro castellano: que una misma palabra designe enojo o designe fastidio, y a la vez excitación sexual. Hablo, claro, de “calentarse”, hablo también de “calentura”. Hay ahí una conexión singular, que a veces se intensifica, ante cuerpos que se repudian y se repelen, mayormente entre exclamaciones de asco, y que a la vez en cierto modo atraen, que fascinan en cierta forma a una mirada que se consterna y, pese a eso, o por eso mismo, no consigue apartarse, no desiste, no declina.
Le pasaba, como sabemos, al narrador de El Matadero de Esteban Echeverría; y también, por poner otro ejemplo conocido, al de Las puertas del cielo de Julio Cortázar. Un mundo de cuerpos, de ineludibles cuerpos, suscita una repugnancia prevista, pero también una imprevista atracción. Hay barro o transpiración, excesos y despilfarro, cuerpos lúbricos, carnavalizados, los cuerpos del mundo popular.
Las fantasías sexuales suscitadas en una visión de esta clase pueden ser especialmente retorcidas, pues combinan una calentura (la sexual) con otra (la del desprecio hostil). Eso mismo que detestan, los calienta. El resultado es pura violencia, incluso su misma fórmula. En el envés, notoriamente, está eso otro, algo que aturde y molesta: que los cuerpos admitidos y decentes, los productivos, los razonables, los consentidos para casarse y reproducirse, no alcanzan a calentarlos tanto, no llegan a calentarlos así.
Los paliativos se repiten igualmente, y nunca bastan. Se apela a una ironía sobreactuada (y por eso mismo, poco convincente, cargada de agresividad); o se procede, por convención, a desmasculinizar a los varones (ya se hacía con Perón: se decía que era impotente o que la tenía chiquita) y a enturbiar a las mujeres con los desdoros de la prostitución (ya se hacía con Evita: se decía que era puta, se decía que era yegua). Vanos intentos de mitigar las propias escabrosas fantasías (festicholas de trasnoche con las chicas de la UES, trepaduras indecentes a lo largo de Agustín Magaldi).
A mí en lo personal me interesa en cambio lo que hizo Néstor Perlongher en el cuento Evita vive (en cada hotel organizado): llevar al límite, o más allá del límite, la potencia de los cuerpos en desenfreno, extremar el desborde y el goce, sacudir con la fuerza dichosa de lo inimaginable los tortuosos vericuetos del culposo fantasear de los enfurecidos.
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