El valor de la incertidumbre
Hay muchas formas de no saber (y no me refiero a la ignorancia). Dos particularmente reveladoras: la de aquellos que no saben que saben y la de quienes saben que no saben. En el primer grupo podríamos poner a los niños, cuando sin darse cuenta expresan como nadie lo que un momento significa; o personas que se pronuncian a través de un conocimiento que los trasciende, quizá más cercanos a los mensajes intangibles de la naturaleza. El segundo grupo parecería responder a cierta forma de la sabiduría, la de lo impredecible.
Recuerdo que hace unos años, conversando con Ilya Prigogine, Premio Nobel de Química en 1977, autor del libro El fin de las certidumbres, me sorprendió la pareja de términos que barajaba como dos ases de la actualidad: lo probable y lo irreversible. Por un lado, casi todo lo que podría pasar; y del otro, todo lo que ya no podría volver a suceder; multiplicidad de opciones del devenir frente a la finitud de lo acontecido. No todo parece ser cíclico, ni tampoco la flecha del tiempo garantizar un cambio. Me acuerdo también de su valoración de William James, el filósofo, autor de El pragmatismo, hermano del gran escritor Henry James y amigo epistolar de Macedonio Fernández. Rescataba Prigogine el modo en que James se enfrentaba con el dilema del determinismo, abogando por lo indeterminado, “aquello que surge de lo que se encuentra”.
En este diciembre tan incierto, ojalá que las probabilidades le ganen a la especulación. Y que los que saben que no saben del todo, acierten.
No olvido cuando al despedirse en aquella ocasión, Prigogine levantó las cejas como en paréntesis extasiado, y dijo: “Me enamoré de la Argentina”.
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