Esa cosa de maricones
El 5 de marzo de 1933 el partido Nacionalsocialista se imponía en las novenas elecciones parlamentarias de la república de Weimar, en Alemania, con el 43,91% de los votos. Necesitaba el 66,6% de las Cámaras para gobernar a discreción y sin obstáculos. Lo consiguió pronto con el apoyo de los nacionalistas de Hugenberg y también gracias a la influencia de los principales empresarios e industriales del país, que sostuvieron la campaña nazi con generosos aportes en respuesta a la promesa de Adolf Hitler de terminar con el marxismo y con el sindicalismo. Se sancionó la Ley Habilitante y Hitler se convirtió en canciller. El 20 de abril de ese año el Führer cumplía 40 años y para homenajearlo por ese motivo y por su designación como flamante Canciller se estrenó en Berlín, con gran despliegue, la obra Schlageter, del dramaturgo Hanns Johst, intelectual estrella del nazismo.
La pieza era un panegírico de Albert Leo Schlageter, católico de ultraderecha miembro de los freikorps, suerte de grupo terrorista que cometía sabotajes, crímenes y atentados contra cualquier institución o persona que oliera a comunismo o que estuviera relacionada con los vencedores de Alemania en la Primera Guerra. Fue finalmente capturado y ejecutado por el ejército francés el 26 de mayo de 1923 y el nazismo lo elevó a la categoría de mártir. A su vez Johst, el autor de la obra que enaltecía a Schlageter, fue voluntario durante la Guerra, figura central de la Liga Militante para la Cultura Alemana y uno de los seis escritores que el régimen nazi consideró “imprescindibles”. Se afilió al partido Nacionalsocialista en 1932, con el carné número 1.352.376. Fue acusado de pedofilia, cargo del que se lo relevó, según Thomas Mann, por haber sido miembro de las tenebrosas SS de Heinrich Himmler. Cumplió tres años de prisión tras la Segunda Guerra, nunca más consiguió editor y murió a los 88 años, en un asilo de ancianos, el 23 de noviembre de 1978.
En el primer acto de la obra Schlageter el protagonista discute con su condiscípulo apellidado Thiemann acerca de si tiene sentido continuar con sus estudios universitarios en una nación que, según ellos, no era libre. Y Thiemann dice: “¿De qué sirven las ideas, frente a un ¡Manos arriba!? Hay que responder a balazos. Cuando escucho la palabra cultura, quito el seguro de mi Browning”. Esta frase se hizo célebre con el correr de los años atribuida, siempre erróneamente, a diferentes criminales nazis, como Goebbels, Göring o Himmler. Lo cierto es que describe lo que mandatarios, funcionarios, militantes y regímenes autoritarios piensan y sienten ante las manifestaciones de la cultura, ese fenómeno humano que integra conocimientos, ideas, valores, tradiciones y producción artística en todas sus formas, las que son compartidas por una comunidad y amalgaman la identidad de esa sociedad.
Los populismos de izquierda tienden a convertir la cultura en parte de su relato sobre falsos pasados y falaces futuros y fuerzan sus contenidos hasta pervertirlos y vaciarlos. Los de derecha (el libertarismo lo es) temen que la cultura exhiba hasta qué punto su homofobia constitutiva oculta temores profundos y que debilite sus gónadas, sus ardores guerreros y sus odios viscerales. Cuenta el mexicano Gabriel Zaid, respetado ensayista y poeta, miembro de la Academia Mexicana de la Lengua, que, durante la discusión del presupuesto federal en el gobierno de Andrés Manuel López Obrador, un funcionario propuso recortes en cultura (los cuales se hicieron) con este argumento: “Para qué darles dinero a esos maricones.” El mismo dislate misógino que podrían usar hoy (o que usan) algún gobernante cercano y conocido y otros tantos mandatarios que oscurecen el mundo.
*Escritor y periodista.