Asuntos internos

Fotos viejas

El logo de Editorial Perfil Foto: Cedoc Perfil

Jean-Luc Godard dijo una vez que, a fin de cuentas, ver sus viejas películas no era muy distinto a revisar viejas fotos familiares. Cuando revisó su filmografía en 1978, en un curso interrumpido bruscamente en la Cinemateca de Toronto (sí, los grandes países tienen cinemateca, la Argentina no), experimentó algo parecido a lo que cualquiera de nosotros experimenta abriendo la caja de zapatos donde guardamos fotos de otra época, reviviendo esas cosas que vuelven a la mente viéndonos a nosotros mismos o a otros con la mirada dirigida al objetivo, es decir al futuro. Porque fotografiar en definitiva es eso, mirar hacia adelante, hacia el que nos encontrará mirándolo. Es algo que ocurre todavía hoy, aunque ese futuro sea más inmediato, aunque el pasado al que remite esa mirada del fotografiado se remonte a pocos segundos atrás. Hubo un tiempo en que entre una mirada y otra podía pasar días, años. Hubo un tiempo que el que se sacaba fotos a sí mismo era un idiota. Algo pasó, acortar la distancia entre pasado y futuro nos priva de ciertas experiencias (sorpresa, misterio), pero a cambio podemos constatar casi inmediatamente el resultado. Supongo que es una mejora, aunque aún no pueda verla.   

Pero hay otro modo de ir hacia atrás, que es leyendo lo que leíamos. No me refiero a la relectura metódica, completa, de una obra, actividad que detesto, sino mirar (siempre se trata de mirar) un viejo libro un poco al azar, viendo lo que veíamos. Ayer, sin ir más lejos, sin saber bien por qué, abrí uno de los tomos de las Memorias de Casanova, una obra que no releería por nada del mundo, tan tediosa y dura me resultó entonces (y nada prueba que no me seguiría resultando tediosa y dura ahora), viendo las notas en lápiz hechas al margen, algunas de las cuales me resultaban incomprensibles. ¿Por qué subrayé la palabra “malvado”? No tengo idea. Se por qué taché con tres trazos el relato de una entera partida de faro, un viejo juego de naipes: me recordaba mucho a Saer.

Hace falta devolverle a Casanova el lugar que se merece en la literatura del siglo XVIII, lugar que perdió a fuerza de no ser leído, de haberse convertido en sustantivo. Era un gran escritor, prolífico y preciso. Sus aventuras amorosas, como dice Félix de Azúa, hoy podrían competir con las de cualquier egresado del colegio secundario: llamarlo libertino es como llamar sádico a un dentista: un signo de incomprensión. Otro signo de incomprensión es confundirlo con Don Juan, su reverso. Cuando Antonio da Ponte escribía el libreto del Don Giovanni de Mozart, apremiado por los tiempos, le pidió ayuda a Casanova para que escribiera algunos pasajes para él, y así es como el aria más famoso de la ópera no es de Da Ponte sino de Casanova. En un hermoso pasaje de La noche de Varennes, de Ettore Scola, Marcello Mastroianni sorprende a Laura Betti cantando el aria y confesándole que él es el autor. Mastroianni camina y canta como si él también estuviera reviviendo imágenes viejas. 

Entonces descubrí que había un Casanova en cine que no había visto: el de Richard Chamberlain. Busqué, vi, vencí. Lo bueno de los prejuicios es cuando se descubre que eran injustificados. Por momentos llegué a pensar que Casanova debe haber tenido su aspecto: no tan bello tal vez, no tan estilizado, pero lo suficientemente llamativo como para atraer la atención inmediata donde se presentara. Casanova es el inventor de la lotería, y el Casanova dirigido por Simon Langton se le rinde justicia. Casanova era un buscavidas, trataba de sobrevivir en un mundo que   no era el suyo. Igual que nosotros.

Hay un momento sublime, que extrañamente tanto Scola como Fellini prefirieron pasar por alto, y es aquel en que Casanova se encuentra cara a cara con su presunta hija. Al comienzo intenta seducirla, pero luego advierte que no puede seguir avanzando en la conquista y renuncia a ella. Dentro de unos años volveré a verla y recordaré quién era yo hace unos días. Como si volviera a mirar un álbum de fotografías.