lecturas

Huysmans y Flaubert

. Foto: Cedoc Perfil

Y sin embargo Joris-Karl Huysmans… ¿Por qué hablar hoy, por qué insistir hoy con un autor que nadie parece recordar? Ya veremos, veremos si algo aparece entre las nubes del pasado y el polvo de los autores muertos y de los libros cenicientos, esos muertos dobles…

Decir –como afirmé en columna anterior– que Gustave Flaubert escribió una novela mala suena a terrible atrevimiento, la pregunta de cualquier interlocutor podría escribirse así: “¿Y este quién se cree que es para opinar así?”, o más sencillo y conciso aún: “¿Y este coso a quién le ganó?”, a lo que el aludido podría responder que sus opiniones tal vez se eleven por encima de sus capacidades de realización.

Es claro que criticar la obra de un genio no te pone a su altura ni te habilita a considerarte su igual. Y Flaubert era un genio. O algo más, o algo distinto de eso: fue un monstruo. Un autor genial, meramente genial, abre una vía, la del descubrimiento inédito, inimaginable (al menos así lo designa la percepción inmediata, no la historia de la literatura, hecha de olvidos y matices), la vía de lo nuevo por donde ingresarán centenares o miles de autores durante equis cantidad de años, explotando sus hallazgos, desglosándolos, expandiéndolos o  reduciéndolos a lo microscópico, hasta que esas tareas de minería literaria agotan la veta de oro y tarde o temprano aparece otro autor... En fin. Pero Flaubert abrió varias puertas, cavó varios túneles. Dejemos de lado la perfección inaudita de sus últimos tres cuentos y pensemos solo en sus novelas.

Antes de continuar, una pequeña digresión, que no sé si del todo oportuna, o incluso contradictoria con lo que afirmaré luego, pero que me está saltando en la cabeza como un molesto tábano sobre el lomo del mamerto buey. En sus clases en la televisión pública sobre Borges (nuestro Shakespeare, según Sarlo), Ricardo Piglia afirmó (o citó, no sé bien, porque toda afirmación de Piglia bien podía ser una cita sin mención de autoría) que el escritor anónimo que inventó el soneto es más grande que Dante Alighieri, porque la Divina Comedia se escribe una sola vez, en cambio la “máquina” del soneto permite escribir cientos, miles, millones de sonetos, hasta que el universo se consuma en su big crunch.

El ruidito del crunch me despertó el apetito. Muerdo una triste y dietética galletita de arroz y sigo. Ya está (solo pasó un segundo, señora). La cercanía del estío me lleva a las pavadas del estilo.

Lo que dice Piglia no es del todo cierto (enseguida volvemos a Flaubert), porque en Pierre Menard, autor del Quijote, el propio Borges enseña que se puede escribir, o intentar escribir de nuevo, el Quijote, y el resultado será distinto. Y podríamos decir que toda su obra es un intento esforzado y feliz por reescribir lo que leyó: el arte de la cita a gran escala.

Y entre cita y plagio ahora llegamos al primer libro de Flaubert del que quería hablar. De Madame Bovary. Y también de su relación con el Quijote. Pero ya me quedé sin espacio. Será la semana siguiente.