Juventud, divino tesoro
Para aliviarnos de las veleidades de este verano lleno de tokens y Nfts y memes y shetscoins y toda suerte de kriptonitas voladoras rojas que nuestro coldsplayer mayor se lanza a difundir en beneficio de un creciente número de argentinos, con un par de amigos decidimos lanzarnos a la ruta: hacer un alto de nuestra rutina y dedicar un día por semana a recorrer distintos pueblos bonaerenses. La primera salida nos llevó a una localidad de cuyo nombre no puedo acordarme: prometía una laguna donde uno podía aliviarse del calor, o en su defecto abanicarse a la sombra y bajo la fronda de los árboles. La laguna estaba seca y contaminada, los árboles eran escasos y variopintas familias se arracimaban bajo sus hojas, así que nos fuimos a almorzar a un muy recomendado restorán local que llevaba el nombre del cielo que habitan y donde combaten eternamente los dioses vikingos, lo que auguraba un interesante menú de especialidades alemanas, al menos salchichas con chucrut y torta de manzana con crema. Para nuestra desazón, el (único) menú del día consistía en sánguches de lomito con papas fritas. La segunda salida nos condujo a un páramo turístico de la costa, que al parecer rebosa de lugareños durante el fin de semana y que tiene un par de puestitos de exquisiteces de la manufactura local. Yo degusté una muestra de salame picado grueso cuyos restos indigeribles se enrularon en los recovecos de mi dentadura, y paseamos un rato por el borde del río, contemplando cómo tres atléticos guardavidas hacían gimnasia mientras intrépidos bañistas chapoteaban entre el verdoso resplandor fosforescente de las cianobacterias. Después buscamos un sitio donde almorzar, ya eran las cinco de la tarde, y solo encontramos un kiosquito donde nos cocinaron de apuro hamburguesas cuya ingesta descompuso gravemente a uno de mis compañeros de viaje, que se pasó tres días aferrado a su blanco trono de porcelana y quejándose de los lugares a donde la amistad lo arrastra.
Tales contrastes no nos disuadieron de la convicción de que debíamos seguir insistiendo en el mito heroico que constituye el sustrato de los exploradores y toda clase de aventureros. Si hay dificultad, que la épica la disimule. Pero la rutina recién iniciada debió suspenderse esta semana debido a una serie de rutinas médicas a las que tuvieron que someterse mis amigos. Uno (A) visitó a su cardióloga, el otro (Z) consulta con su clínico; a A la cardióloga le aumentó la medicación para compensar la suba de su presión diaria; a Z el clínico le dijo que convenía consultar a su cardiólogo respecto de subir la graduación del remedio que compensa el mal funcionamiento circulatorio de sus extremidades inferiores. Por supuesto, Z consultó con su cardiólogo, quien le dijo que no era necesario: ya exageraba la prevención suministrándole la medicación propia de alguien que había sufrido un infarto. Comentada esta alternativa en nuestro grupo cerrado de WhatsApp, me apuré maliciosamente a sugerirle a Z que, debido a su carácter medroso, era mejor hacerle caso al clínico. Queda claro que, entre los tres, soy el más propenso a la hipocondría.
¿A qué viene todo esto? Uno, a retratar humorísticamente que el tiempo no perdona, y dejar constancia de que entre sus múltiples achaques está el de la memoria. Mis amigos no paran de reprocharme que de todas las anécdotas que compartimos a lo largo del medio siglo que nos conocemos, yo nunca me acuerdo de nada. Dime de dónde vienes y te diré cómo eres, y ahora sé a cuento de qué está lo que conté hasta ahora.
Hace unos días mi madre me llama por teléfono y me dice que acaba de enterarse por Facebook del título de mi próximo libro. Por supuesto, desconoce la existencia de los algoritmos y cree que lo que lee en su celular no tiene nada que ver con lo que antes ha buscado, sino con alguien que tiene la gentileza de informarla personalmente de las novedades de la menguada carrera literaria de su hijo. Me río y le digo que me revele el título. Me lo dice. “Pero ma”, le digo, “con ese libro gané un premio hace años. Festejamos comiendo con la familia, ¿no te acordás?”. “No. De nada”, me dice y se ríe: “Y va a ser peor a medida que pase el tiempo”. Una madre nunca se equivoca.
Curioso. Me había propuesto escribir una columna para explicar por qué Hitler no era comunista. ¿En qué habré estado pensando?
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