Kultura para todos
Gianera no está de acuerdo con Aira sino más bien con Adorno y el arte moderno.
Uno de los premios literarios otorgados en estos días fue el Municipal de Ensayo por el bienio 2022-2023, concedido a Pablo Gianera por La segunda puerta del sueño. Es un libro ciertamente culto, entendiendo el adjetivo en su mejor acepción, ya que se ocupa de los temas más altos del arte en todas sus ramas. Gianera escribe de música, de pintura, de literatura y de filosofía y, en todos los casos, deslumbra por su erudición pero también sorprende por su amenidad. Ahora, que el libro sea ameno no implica que yo entienda todo lo que dice. En algunas materias tengo una vaga idea, en otras ni la menor. Pero hay algo que hace muy agradable la lectura y es un estilo de discurso que apunta a rescatar lo original antes que lo establecido, lo polémico antes que lo monumental. La gracia de Gianera es que pone en escena las discusiones que necesariamente acompañan la historia del arte, a la que además aporta su propia mirada, que no es la del profesor sino más bien la del aficionado que quiere dar cuenta de su placer. Y sobre todo de los misterios asociados a ese placer.
De ahí el título: La puerta del sueño se llama así a partir de una alegoría del libro VI de la Eneida, que Gianera utiliza para definir su propio texto: “Cada uno de los ensayos de este libro tiene un secreto, o algo que no es enteramente conocido ni, en ocasiones, puede llegar a conocerse. Para decirlo en pocas palabras: la obra de arte, antes de ser un objeto de placer y conocimiento, es un objeto de interrogación”.
Entre los once capítulos del libro, Gianera dedica uno a la guerra sobre la interpretación de una sola nota en el Viaje de invierno de Schubert, otro al signo en la pintura, que culmina con una incursión en la obra de la argentina Sarah Grilo, un tercero al casi olvidado Paul Claudel, acaso por ser un escritor católico (como por otra parte lo es Gianera, aunque esa sea una categoría en desuso), otro a la importancia de la música en la obra de Proust y a sus diferencias con Stravinsky a propósito del clasicismo y el romanticismo.
Hay dos capítulos que me resultaron especialmente cercanos. Uno es el dedicado a la Viena de fin de siglo que antepuso la Kultur a la Zivilisation, signada por “la lasitud y el antiacademicismo que habilitó una inusitada originalidad y entronizó a los artistas”, con especial atención a los cafés vieneses y, en particular, al escritor Peter Altenberg, poeta, clochard y habitué del Central, un lugar inolvidable.
El otro se titula “¿El fin del renacimiento?” y parte de la distancia entre dos relatos: El perseguidor, de Cortázar, inspirado en Charlie Parker, y Cecil Taylor, de César Aira, en quien el autor se reconoce como artista de vanguardia que debe crearse un público que no existe y que, como la vanguardia misma, parte de la nada. Gianera no está de acuerdo con Aira sino más bien con Adorno y el arte moderno (no en vano, Gianera era muy amigo de Fogwill, un escritor que nunca rozó la vanguardia), que incluye el clasicismo con el que discute. Yo tiendo siempre a darle la razón a Aira, pero la exposición que hace el libro de las dos tesis es muy buena, trata de evitar las trampas y casi siempre lo consigue. Con Proust (que fue un vanguardista excéntrico) como árbitro, Gianera se muestra como un contrincante a la altura de las circunstancias.
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