La casa y la ciudad
Cuando la pandemia empezó, allá en marzo, no hizo sino confirmar (y más aún: llevar al límite) los parámetros establecidos por el imaginario burgués del refugio y del peligro: el hogar como espacio de protección, frente a una amenaza siempre exterior (pienso en algunos análisis de Walter Benjamin o de Pierre Macherey, pero también en lo que tantas veces nos sobresaltó en películas de terror).
La pandemia en un principio dispuso eso mismo: quedarse en casa, lugar de seguridad, y dejar las calles vacías para no exponerse al mal. Sin embargo, todo eso cambió, y hasta se convirtió más bien en su opuesto. La ciencia, desde su tembladeral, aportó certezas nuevas con las que en marzo no se contaba: que el riesgo mayor de contagio existe en espacios cerrados, y que afuera, al aire libre, el grado de exposición es menor. El espacio familiar (en todos los sentidos del término) fue el que pasó a cargarse de sospechas; las calles, mientras tanto, recuperaron su intensidad y la interacción con otros (aunque a distancia) en los espacios públicos. Esa diferencia me resulta sustancial, sobre todo en lo ideológico; no obstante, por alguna razón, es a menudo pasada por alto. La pretensión de que todo siga igual y la pretensión de que todo sigue igual confluyen llamativamente en una misma postulación de engañosa permanencia, de doscientos días idénticos a sí mismos, una reclusión de eternidad que nos haría únicos en el mundo.
La discordancia con la realidad de lo que efectivamente pasa no parece afectar esa tesitura.
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