opinión

Libros manifiestos

A veces pienso que los 60 fue la última época en la que se podían escribir manifiestos, sin autoironizar sobre ese hecho.

. Foto: Cedoc Perfil

Por una serie de razones ligadas no tanto al relato histórico, sino a veces al marketing editorial, a veces a la caída en lugares comunes, y a veces a cierta pereza intelectual, se suelen amalgamar los años 60 con los 70. Es cierto que desde el punto de vista historiográfico toda división en décadas es arbitraria. La historia se mueve de a planos yuxtapuestos, discordantes, muchas veces contradictorios, que incluyen conflictos entre cuestiones estructurales y crisis coyunturales que sacuden la estructura. De hecho, uno de los problemas más apasionantes de la historia es precisamente el de saber en qué momento estamos en presencia de un cambio estructural, un cambio de época. Los tiempos de los cambios políticos no son siempre los mismos que los de los cambios económicos; ni los cambios ideológicos ocurren al mismo tiempo que los cambios en la aparición de nuevos actores sociales. De ahí que la formación de una nueva época, de un nuevo bloque histórico, incluye restos del momento anterior y también líneas que se van conformando hacia una nueva ruptura. Así las cosas, siempre desconfié de formulaciones como “La literatura bajo el peronismo”, o la simple y llana división en décadas con la que tanto gusta moverse el periodismo (y muchas veces también los trabajos académicos).

Sin embargo, teniendo en cuenta que ejerzo este noble oficio (el de entretenedor cultural del domingo) se me permitirá hacer uso de la nomenclatura de las décadas, en este caso, como insinué al principio, las de los 60 y 70. Hay en muchos textos de los 60 una alegría, un optimismo, y hasta un cierto candor que en los 70 ya se estaban perdiendo (las cosas se habían vuelto más oscuras). Por eso, muchas veces me gusta volver hacia textos olvidados de los 60, quizás para contagiarme parte de ese candor. A veces pienso que los 60 fue la última época en la que se podían escribir manifiestos, sin auto ironizar sobre ese hecho. Recuerdo ahora dos libros-manifiestos que forman parte de mi pequeña valija portátil, a los que quiero tanto que ni siquiera hace falta que los relea seguido (los puse aquí sobre mi escritorio para escribir esta nota, y me doy cuenta de que hacía diez o quince años que no los abría).  Pienso en De l’individualisme révolutionnaire, de Alain Jouffroy, escrito en 1965, e increíblemente aún inédito en castellano. Jouffroy es un surrealista tardío que, pese a esa posición levemente fallida, logra con la creación de ese concepto (de ese personaje filosófico, como diría Deleuze) es decir, con la perfecta unión de esos dos términos (individualismo, revolucionario) tan caros al pensamiento libertario (en el único y buen sentido del término) releer la historia cultural moderna en esa clave. De Lacenaire a Bataille, pasando por Duchamp y Godard, termina su libro proponiendo un programa de una actualidad todavía urgente: “El rechazo a participar de la estupidez organizada por los poderes del estado, el humor y la distancia frente a todo, el ejercicio de la imprevisibilidad del pensamiento”.

El otro libro-manifiesto es Cultura asfixiante, de Jean Dubuffet, que aún se consigue en librerías de viejo, publicado en Buenos Aires en 1970 por Ediciones de la Flor, traducido por Juana Bignozzi, sobre el que ya escribí en este mismo espacio, hace años. Así que mejor no repetirme tanto. O tal vez sí, ¿qué importancia tiene?