Los vientos de la época
Quienes la practican o la practicaron admiten a menudo que a la violencia, una vez que se le agarra el gustito, no es tan fácil dejarla o contenerla: se vuelve vicio muy pronto. Pasa otro tanto con su contemplación, ahí donde la violencia se resuelve en espectáculo: según parece es sencillo cebarse y después no poder parar. Vale tanto para la violencia física como para la violencia verbal: está el gusto de agarrarse a trompadas y está el gusto de hacer daño con palabras.
Hay un punto de quiebre, difícil de remontar, y es cuando se advierte de manera palmaria que el recurso a la violencia no traerá consecuencia alguna: que se puede, que no pasa nada (una versión muy extrema de esta instancia aparece en la serie Dahmer, cuando el asesino comprende que va a seguir matando ya que nadie va a detenerlo, ya que nada va a pasar con lo que hace).
En la política hay un grado más, y es cuando ocurre que la mostración de violencia no sólo no tiene costo (como tuvo, hace cuarenta años, la quema del cajón exhibida por Herminio Iglesias), sino al revés: suscita adhesión, entusiasma, envalentona, enfervoriza. Entonces la agresividad asume su escalada de crueldad, ensañamiento, denigraciones verticales, reacciones destempladas; deriva en el show del energúmeno, con aplausos al que hiere. Las alternativas se desprestigian: se impugnan como blandura, piel finita, presunta superioridad moral, pecados de tibieza.
Así soplan los vientos de la época. ¿Qué pasa entonces cuando aparece un sacado más sacado, un agresivo más agresivo, un maltratador que maltrata más? Pasa lo que pasa. Ni más ni menos. No es sorprendente.
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