No es solo rock and roll
“¡Rompan todo!”, exclamó Billy Bond desde el escenario. Esa propuesta, vociferada, fue aceptada e implementada de inmediato, porque en efecto: rompieron todo. El llamado a la rebeldía había encontrado su pronta obediencia, su esmerado acatamiento. Partieron cosas, las arrancaron, las revolearon. Fue un momento muy rockero y muy recordado, citado muy a menudo.
Para que el episodio conserve su poder de contundencia, sin embargo, es preciso no plantearse qué es lo que sucedió después, apenas un rato después, concluida la bacanal transgresora, una vez despejada la sala. Lo que sucedió después ha de haber sido un laborioso reparar destrozos por parte de los empleados del teatro para que pudiese, en el futuro, haber más recitales y más escenas rockeras: juntar pedazos de cosas, barrer esquirlas, arreglar lo que tuviese arreglo, reemplazar lo que no lo tenía.
Y es que hay escenas que cobran potencia si se agotan en sí mismas y no tienen un después. La destrucción como tal puede lucir tentadora en cualquier contexto de hartazgo, de saturación, de violencias mal tramitadas que precisan tan solo descargarse. Pero admite fuertes reparos si se piensa en el después, ya que, pese a todo, habrá un después.
Entonces no se puede sino distinguir entre destrucciones estériles, las que no llevan a nada, las que solamente anulan, y las que no existen sino en función de la posibilidad y la necesidad de construir.
Hay un temple destructivo en el rock. Lo que no conviene, en todo caso, es trasladarlo así sin más a la instancia de la política de un país, motor de impulso de un proyecto electoral.
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