opinión

Nombres en el éter

En esos ambientes, entre decadentes y deprimentes, me invade una inmensa felicidad y me siento como pez en el agua.

. Foto: Cedoc Perfil

Por recomendación de A.E. leí La vida escrita, de Rodolfo Rabanal (Seix Barral, Buenos Aires, 2014), una selección de sus diarios y cuadernos de notas. Es un libro más bien liviano, de lectura amable, que se lee de un tirón. De hecho, yo lo hice en una sola sentada, hacia las 2 de la mañana en el piso superior del Burger King de Santa Fe y Ayacucho, casi desierto mientras afuera lloviznaba. Habitualmente en esos lugares pasan música de plástico, pero, no me pregunten porqué, esa noche pusieron un disco en vivo de Diana Krall, que tampoco es nada de otro mundo para cualquier amante del jazz, pero que, en ese sitio, sonaba casi como un exorcismo (debo decir, para ser honesto, que su versión de Let’s Fall in Love no estaba tampoco tan mal). En esos ambientes, entre decadentes y deprimentes, me invade una inmensa felicidad y me siento como pez en el agua, así que, entusiasmado, rápidamente me pregunté si yo sería capaz de llevar un diario o un cuaderno de notas. La respuesta obviamente es no: si llegué casi a la tercera edad sin hacerlo, no voy a empezar ahora. 

En cambio, Rabanal claramente hizo una edición de sus diarios, publicados sin orden cronológico, lo que le da cierto tono saltarín al texto, por demás bienvenido. Pero aún ordenados de un modo no lineal, nunca se tiene la impresión de que esos diarios íntimos fueron escritos, reescritos, editados y publicitados solo para ser publicados, como los de Piglia, en los que no hay, igual que en el resto de su obra, ni una pizca de verdad. De verdad literaria, digo, no de verdad confesional, algo por lo demás ininteresante. De un modo específico, la literatura también roza algún tipo de verdad, a la que podríamos llamar “la verdad de la sintaxis”, que Piglia se encarga, una y otra vez, de evitar, reemplazándola por golpes de efectos y un pensamiento que avanza, es decir retrocede, solo por eslóganes. El libro de Rabanal, asumido como un texto menor, depara más de una frase atractiva y momentos que dan a investigar. En la entrada del 12 de julio de 1974 anota: “Pezzoni y Alberto Girri tienen un programa radial donde ‘destripan’ la literatura argentina”. Nunca escuché hablar de ese programa, que salía al aire cuando yo tenía 7 años. Pero me asombra que, pese a que son de mi generación, ni el propio A.E –gran lector de Girri–, ni C.R –que es un archivo caminante–, ni tampoco, aunque 10 años mayor que nosotros, C.L, que trató bastante a Pezzoni, me lo hayan comentado. Tal vez tampoco lo sabían. ¿Cómo sería ese programa? ¿Cuánto duró? Para ser franco, no escucho casi ningún programa de radio sobre literatura (pero el otro día una escritora me dijo que tenía una vaga idea de tener un programa de radio, ese probablemente lo escuche) pero ahí estaba el atractivo de las firmas, Girri y Pezzoni, el fetichismo de los nombres propios en el éter. 

Antes, en la entrada de “cálida semana de marzo de 1975”, Rabanal cita unas hermosas líneas de W. H. Auden: “Un viento de tormenta sopla sobre el rastrojo/Tengo frío en mi nariz, y en mi túnica piojos”. Rabanal no lo menciona, pero el poema es un clásico llamado Roman Wall Blues, pero no sé qué traducción tomó. Recuerdo una de Daniel Samoilovich y Mirta Rosenberg, pero esa obviamente debe ser otra. Desde hace meses escribo estas columnas sin acceso a mi biblioteca, a la que tal vez no acceda nunca más. Les dejo la inquietud.