Apuntes en viaje

Ómnibus

Ahora en vez de las alegres risas de yegüitas, lo único que resuena en el micro son las conversaciones por celular o, en realidad, los audios de WhatsApp que van y vienen.

Foto: MARTA TOLEDO

Cada vez que voy a tomar un micro a Retiro o a cualquier otra terminal, me siento de nuevo una estudiante con miedo a perderlo o a que me hayan vendido el asiento de otra persona. Esas discusiones terribles que se armaban entre pasajeros en las épocas en que había sobreventa de pasajes y que a veces retenían el colectivo en la dársena porque ninguno quería renunciar a su butaca. Ahora ya no sirven ese café almibarado ni el jugo de naranja espeso y de un color sicodélico. Ni los sánguches de miga secos, con las puntas dobladas, ni el alfajor con apenas una pincelada de dulce de leche en el medio. Ya no sirven nada. Ni pasan películas.

Me acuerdo cuando salieron los primeros servicios con azafata, cena caliente y cortinitas que separaban a un pasajero de otro. Eran una sensación. Un lujo que las estudiantes como yo no podíamos permitirnos. También me acuerdo de las épocas del cólera, con los baños clausurados, las vejigas a punto de reventar en la siguiente parada. Y de las pasajeras que se instalaban al lado del chofer, en la cabina, y le daban mate y charla durante kilómetros y kilómetros. Las risas de esas mujeres llenaban los pasillos, esa luminosidad azul como el sueño del pasaje, apenas horadada por las risitas de ellas y los ronquidos de algún tipo desconsiderado. Siempre me preguntaba qué hablarían, qué cosa tan graciosa tendrían para contar los choferes. Alguna vez también me invitaron a ser la que les cebara mate. Decliné escandalizada, como si me hubieran propuesto darnos un revolcón. Entonces yo era una chica seria y un poco amarga. Allí adelante también se fumaba y cuando la charla decaía, empezaba a sonar música fuerte. Las pasajeras mayores pasaban del cogoteo entre los asientos y los chistidos a, directamente, levantarse y andar rapidito el pasillo hasta la cabina para poner orden. Las cebadoras descaradas volvían a su butaca con la cabeza en alto, contoneándose, buscando con la mirada la complicidad del pasaje más joven.

Ahora en vez de las alegres risas de yegüitas, lo único que resuena en el micro son las conversaciones por celular o, en realidad, los audios de WhatsApp que van y vienen. La ventaja para las chismosas como yo es que podemos escuchar los dos extremos de la charla. Un hombre grande, no llego a verlo pero lo imagino por su voz, bromea con un amigo, el que lo trajo a la terminal y está regresando a su casa. El viajero le dice que llegará a destino a las tres de la madrugada (¡un sacrificio llegar a esa hora!), aunque todavía estará abierto el casino. Después le graba a una tal María. Otra vez habla del sacrificio de llegar a la madrugada a una ciudad que no es la suya. Infiero que va por un trámite, tal vez la venta de un terreno porque dice que al sacrificio lo hace por ella, por ustedes. Tal vez la ciudad fue suya alguna vez, cuando era joven y antes de migrar a la Capital. Tal vez se dejó seducir por el sueño provinciano de pasar la vejez en la tierra natal y en un golpe de la fortuna compró ese terrenito. Pero cuarenta o cincuenta años después ese hombre ya no pertenece a ese lugar; ese lugar no es el que lo vio partir.

El hombre baja antes que yo. Recién entonces lo veo, apenas puede caminar. Lleva un bolso pequeño al hombro (por lo que decía por teléfono sólo se quedaría un día o dos). Desde la ventanilla lo miro ir con mucha dificultad al baño de la terminal. El micro se demora bajando maletas, así que también lo veo volver a salir. Se queda en el andén mirando a un lado y a otro, a la madrugada fría de una ciudad ajena.