placebo

Retros y aceleracionistas

El logo de Editorial Perfil Foto: Cedoc Perfil

En 1984, se estrena Nuestra historia, de Bertrand Blier, protagonizada por Alain Delon, quien, en un pico de astucia, aprovecha los signos de envejecimiento para componer magistralmente a un borracho llorón, en vez de seguir capitalizando su belleza. Seis años después, Jean Luc-Godard toma un rumbo parecido con Nouvelle Vague, ubicando al viejo galán en el rol de un mantenido que acata órdenes femeninas. Una es una comedia dramática grotesca, la otra calza en ese rubro inefable que es “el Godard post-Nouvelle Vage”. La trama avanza a partir de recortes literarios puestos en boca de los actores, recurso que usó en muchas de sus obras anteriores y posteriores, pero que acá lleva al paroxismo. Atractivo al comienzo, pierde potencia cuando nos distraemos tratando de adivinar de dónde vienen las frases, si de Chandler o de Balzac, si de la filosofía o el cine. Godard definió su historia como una metáfora sobre las maldades de la industria y el heroísmo del célebre grupo de cineastas del que formó parte (por eso el título) pero, a la postre, más que el mensaje, destaca la apuesta a no escribir sino a través de otros. 

En Argentina, durante los últimos años, se publicaron al menos dos libros que constituyen ejemplos geniales de procedimientos de este tipo: Sabemos qué pasa por las noches, caracol, de Sergio Bizzio (Interzona) y Figuras, de Mariano Dupont (Editores Argentinos). En el primero, textos extraídos de revistas femeninas cobran nuevos sentidos a partir del montaje sabio del autor. En el segundo, estos nuevos sentidos emergen de entrevistas hechas a luminarias culturales, cuyos parlamentos son pulverizados con traducciones y retraducciones. Sobre la base de algo preexistente, aparece un lenguaje paradójicamente singular, como en un collage. 

Es difícil, al menos para los que nos seguimos estremeciendo frente al avance de la tecnología en el arte, no conectar estos experimentos tristantzareanos con la IA, que se nutre de lo que no es de su peculio, aunque sin un átono de inspiración. Al asistir a lo que se consideran obras pese a no calificar ni como copias, nos mortificamos por la falta de alma y corazón para terminar asegurando que lo nuevo es una manifestación fallida y sin aura de algo hecho en formatos más tranquilizadores, es decir más corpóreos. Es que fanáticos de la carne y el hueso, pero también del espíritu y las musas, los amigos del pasado, no entendemos qué se gana yendo tan rápido hacia un futuro que incluye tanta fealdad, y nos ponemos contreras, recalcitrantes, paranoides. Orgullosos de nuestra nostalgia por años que no vivimos caemos en un pesimismo que se expande, totalizante. ¡Mejor ser engañados por nosotros mismos que por dispositivos que nos controlan!, decimos convirtiendo la incapacidad para captar las bondades de la tecnocracia en un complejo de superioridad y un estandarte. De este modo, somos fatalmente contemporáneos porque, retros o aceleracionistas, todos sabemos que el narcicismo es el placebo más fácil y disponible para tragar la idea de ser sustituidos.