Sentidos sin sentido
La angustia del presente, además del sin rumbo y la crueldad expandida, ¿no proviene también del desuso de los sentidos, de la desviación permanente del disfrute hacia el consumo? El tacto no es para la piel, es para las pantallas. Gastamos el dedito y solo queremos que nos acaricien (¿quién?, ¿otro dedito gastado? ¿O ya no sabemos/podemos dar lo que nos gustaría recibir?); escuchamos voces tuneadas, o música electrónica que calcula las subidas y bajadas de ánimo, la repetición extasiada. O bocinazos en la calle, porque solo multan los ojos anidados en máquinas que no escuchan lo que nos hace daño. Vemos sin mirar, pantallas, más pantallas. Cuanto más grande el televisor, mejor, para fanfarronear, o achicar el espacio en las paredes donde podríamos colgar algún cuadro que nos motive; también pueden ser pantallas ínfimas de relojes “inteligentes” que no representan a ningún abuelo.
Nuestras miradas suelen ser cada vez más breves. Un visto y listo. No hay tiempo de profundidad. El cuerpo busca las redes: la muñeca la torción del reloj, la mano encender el celular, por inercia o desesperación, como si fuera el último cigarrillo. ¡Qué sucederá en algunos años cuando también los celulares vengan con la advertencia del daño que provocan!
¿Y el olfato? Olemos a nuevo, cuanto más insípido, mejor disposición. Lo viejo no parece tener crédito, ni siquiera el de la añoranza. Sin embargo, la naturaleza persiste. Impulsa sus texturas, aromas, sonidos; todo lo que nos voltearía la cabeza, alertando a nuestros sentidos.
Está ahí. Es la verdadera invención, como la describió Humboldt. El viento nos susurra algo que nos desconcierta del ensimismamiento. Un perro ladra interrumpiendo el soliloquio de un mensaje de voz. Hasta el llanto de un niño puede sonar extraño.
Ayer sucumbí al detalle de una rama. Estaba desprevenida, seguramente desgastando el índice, cuando recibí el chicotazo de un árbol de membrillos. Primera sorpresa: agosto y el membrillero en flor. Segunda sorpresa: la palabra membrillero. No solo nuestros sentidos extravían su sentido, también las palabras que los promueven. No la recordaba y el propio árbol me la devolvió. Me estremecí ante la sutileza del color incipiente, la flor apenas, el futuro fruto. Un recordatorio inesperado de lo que verdaderamente nos conmueve: la proximidad y, otra vez, lo que nuestros sentidos perciben.
En su libro Las epidemias políticas, Peter Sloterdijk escribe: “Desde hace un tiempo estamos tratando con una alarmante tendencia a la destrucción de los matices” (de los sentidos, y del pensar).
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