Asuntos internos

Un cambio de paradigma

El logo de Editorial Perfil Foto: Cedoc Perfil

Hasta bien entrados los años 60, en la Argentina el escritor nacional tenía un nombre propio y un tono reconocible: Eduardo Mallea. No era solo una cuestión de prestigio institucional –cargos, suplementos, conferencias– sino algo más difuso y más eficaz: Mallea ocupaba el lugar simbólico del escritor que pensaba el país en clave mayor, con ambición totalizadora, con una prosa que no se conformaba con registrar el mundo, sino que aspiraba a juzgarlo. El escritor nacional, en ese sentido, no era el mejor, sino el que se hacía cargo de todo.

El desplazamiento de Mallea no ocurrió por desgaste interno, por decepción o equivocaciones, sino por una operación externa. Roger Caillois, lector francés atento y sistemático, descubre a Jorge Luis Borges y lo traduce, lo edita, lo exporta. No se trata solo de una consagración internacional –ese comodín que tanto tranquiliza a la crítica local– sino de un cambio de paradigma. Borges regresa a la Argentina ya no como escritor excéntrico y despreciado, sino como valor universal. Y ese regreso, paradójicamente, lo vuelve dominante.

El escritor nacional cambia de rostro (aunque con un breve episodio epigramático: la edición española de El Aleph, a cargo del sello Planeta, por un error que pasó desapercibido a todos, viene ilustrado no con el rostro de Borges, el recién llegado, sino con el de Mallea, el desplazado). Mallea deja de ser el novelista grave para convertirse en el autor de ficciones breves, ensayos laterales y erudiciones portátiles que ya no le interesan a nadie.

En ese movimiento, Mallea queda relegado a una zona incómoda: la del escritor serio que perdió la partida sin haber cambiado de juego. Porque si Borges triunfa por lo que no hace –no escribe novelas, no construye sistemas, no explica la Argentina–, Mallea queda asociado a lo que sí hizo: frecuentar el género mayor, la novela, ese artefacto pesado, lento, que exige continuidad, respiración larga, una cierta fe en el sentido y una buena disponibilidad para las sorpresas.

Hoy, cuando la novela resultó erosionada por el prestigio del fragmento, del archivo y de la autoficción, conviene volver a mirar a Mallea sin la ironía retrospectiva que suele reservarse para los derrotados sin remedio. Mallea creyó que la novela era todavía el lugar donde una conciencia podía desplegarse sin pedir disculpas. No escribió novelas para entretener ni para experimentar, sino para pensar. Pensar mal, pensar demasiado, pensar con una prosa que a veces se excede, todo eso es cierto, pero también es cierto que nunca comete el pecado de retraerse.

El reproche habitual –demasiado solemne, demasiado abstracto, demasiado excesivo, como puede leerse en el Borges de Bioy– es también su defensa involuntaria. Creador de títulos sublimes (Borges insistirá en que detrás de esos buenos títulos no hay nada, pero es mentira), Mallea escribe como si la literatura todavía tuviera la obligación de intervenir en la vida espiritual de una nación. No lo hace con la eficacia quirúrgica de Borges, sino con la torpeza honesta de quien cree que el sentido no aparece por iluminación sino por acumulación e insistencia. La novela como desgaste, no como relámpago.

Caillois entendió algo que en la Argentina costó aceptar: que Borges no necesitaba competir con Mallea porque jugaba otro juego. Pero la consagración de uno implicó inevitablemente la caída del otro. El escritor nacional ya no sería el que escribía la gran novela argentina, sino el que podía ser citado en París sin notas al pie.

Releer a Mallea hoy no es un acto de justicia histórica ni una nostalgia conservadora. Es una forma de recordar que hubo un momento en que la literatura argentina creía que la novela era todavía un espacio de responsabilidad. Que escribir largo, difícil y grave no era un defecto, sino una toma de posición. Y que perder esa fe, como toda pérdida, también dice mucho de nosotros.