Y Atila sigue cabalgando
Si no puedes vencer a tu enemigo, únete a él”. Como ocurre con muchos refranes, también el origen de este es incierto. Hay quienes, como lo hace el historiador español Fernando Prado en el diario digital El Debate, lo ubican en un episodio ocurrido en la ciudad francesa de Troyes durante el siglo V. Quien luego sería consagrado como San Lupo era obispo de esa ciudad en el año 451. Tras una batalla muy cruenta producida en los Campos Catalaúnicos (hoy territorio catalán), el ejército invasor de Atila estaba en retirada, pero aún no había sido completamente derrotado y amenazaba con atacar Troyes en busca de suministros. El obispo Lupo envió una delegación para convencerlo de que no lo hiciera y la respuesta no fue solo negativa, sino también violenta, y apenas una persona sobrevivió. Lupo decidió entonces reunirse personalmente con el rey de los hunos, acordó entregar los suministros requeridos y acompañar a Atila y su ejército hasta que abandonaran la región, cosa que este hizo sin dejar de arrasar los campos que atravesaba con un alto y doloroso saldo de muertos y saqueos. El obispo quedó como un héroe para los troyenses y el general romano que debía combatir al invasor fue considerado un traidor a pesar de que estaba a un paso de terminar con Atila. Y allí habría nacido la sentencia de que, en caso de no poder vencerlo, conviene asociarse con el enemigo.
A lo largo de la historia esta estrategia se repitió muchas veces y de muchas maneras, casi ninguna de ellas honrosa. Incluso existe la conocida variación cómica de Groucho Marx: “Estos son mis principios, y si no les gusta tengo otros”. La historia argentina en particular es pródiga en piruetas que responden a esta actitud. Resulta habitual en la política nacional, aunque no sólo en ella, que el enemigo de hoy sea el socio de mañana, por mucho que se lo haya detestado en el discurso y en las amenazas. La versión más reciente remite a la promesa de Javier Milei de acabar con la “casta” política responsable de todos los males que el país y sus habitantes (no todos, vale aclararlo) vienen sufriendo, según la versión presidencial, desde hace un siglo. Esta semana se cumplieron dos años de gestión libertaria en el Gobierno y la “casta” goza de excelente salud, no perdió privilegios ni territorios y, si se observa con detenimiento, es probable que incluso los haya engrosado. Sus miembros no sufren las estrecheces económicas angustiosas de una amplia capa de la sociedad, no ven cerrarse sus fuentes de trabajo ni de ingresos como le sucede a un alto porcentaje de trabajadores y pequeños empresarios, no padecen las privaciones económicas y laborales de los profesionales de la salud, de la educación y de la cultura, entre otros. Hay ejemplares de la “casta” en funciones decisivas en ministerios, en cargos claves del Gobierno, en las filas parlamentarias oficialistas, en la Justicia, y no dejan de sumarse. Si alguno queda afuera de este juego perverso es por mano propia, como ocurre con los frecuentes suicidios políticos que se practican en el peronismo. Curiosa coincidencia. Así como el mileísmo no se atreve con la “casta”, en el peronismo nadie termina de hacerlo con la figura cada vez más patética y fantasmal de su jefa encarcelada. Y, en definitiva, se mire por dónde se mire todo sigue igual en la grotesca versión nacional de El Gatopardo. Acaso lo más preocupante sea que, ante esta situación, la respuesta de la sociedad ya ni siquiera es el hartazgo, que, dentro de todo, es una energía vital, sino la apatía. A una sociedad resignada se la mantiene anestesiada con muy poco: una inflación baja y ninguna otra promesa cumplida. Se salva Troyes, pero Atila sigue cabalgando.
*Escritor y periodista.