Siglo XX: GRANDES ÉXITOS

Clásicos de nuestro tiempo VII

Entre los muchos progresos que el siglo XXI ha realizado respecto de su precedente, no se cuenta el de haber podido construir clásicos literarios de la misma envergadura que los del siglo XX, por su potencia estética, su osadía de pensamiento o su radicalidad política. El crack de 1929 tuvo un testigo privilegiado: Federico García Lorca, quien dejó testimonio de esa transformación de sí y del mundo en “Poeta en Nueva York”.

Versiones. El libro fue publicado después del asesinato de Lorca y la última versión de 1990, que debemos a Piero Menarini, es la más convincente. Foto: cedoc

El que estaría llamado a convertirse en “el poeta español más leído de todos los tiempos” nació un 27 de agosto de 1897 como Federico del Sagrado Corazón de Jesús. En sus años escolares le decían Federica, y la prensa de derecha se refería a él, cada vez que quería desacreditar a La Barraca, la compañía teatral que fue una pieza central de la política cultural de la República Española, como Federico García Loca.

Ya adulto, Lorca, cuya pasión por la mentira corría pareja con su pasión por la poesía, la música y el folclore, echó a correr la especie de que no había caminado hasta los 4 años como consecuencia de una grave enfermedad. Lo cierto fue que el niño tenía grandes pies planos y la pierna izquierda ligeramente más corta que la derecha, defectos que “con el tiempo, prestarían a su manera de andar un característico balanceo o cimbreo corporal”, como resume su biógrafo, Ian Gibson. 

Podría pensarse que, desde el comienzo, Lorca, que ha nacido apenas treinta años después de que por primera vez en la historia de Occidente se imprimiera la palabra “Homosexualität” en un folleto militante, marcha con su andar de pie quebrado hacia lo queer. 

Lo ctónico o autóctono se opone a lo olímpico como el inframundo se opone a lo celestial. Lo mismo podría decirse de la obra de Lorca, tensionada entre lo autóctono y lo poiético o, para usar las palabras que la crítica le ha aplicado sin clemencia alguna, entre el mito y la poesía.

Recordemos que para Lorca la imaginación (poética) procede de la naturaleza, es su continuación (“verde que te quiero verde”), y el ser es ctónico o autóctono. De allí el proyecto nunca abandonado de devenir uno con la naturaleza, la dificultad de ese devenir y la consecuente melancolía. 

El último poema “estadounidense” de la conferencia “Un poeta en Nueva York” (el libro fue publicado después del asesinato de Lorca y la última versión de 1990, que debemos a Piero Menarini, es la más convincente) es precisamente Niña ahogada en un pozo, que opone infancia y género, es decir: el yo sexuado y el yo de la infancia. 

La niña de la infancia, Federica, vuelve como la Samara de The Ring a cobrar el precio del sacrificio ctónico. Lo que regresa en ese poema último de un ciclo es además el estribillo, el ritornello del agua que no desemboca. Al agua fija en un punto (el pozo) se opone el agua corriente, como lo Uno de Parménides se opone a lo Múltiple de Heráclito. La niñez estancada contra la niñez que fluje hacia lo múltiple: el llamado de la naturaleza y la fuerza de la autoctonía. Así sostiene Lorca un imaginario (homo)sexual, luego de haber atravesado todas las etapas de su pensamiento y ensayado todos los estilos de escritura.

En 1922, Lorca había pronunciado una conferencia en el Centro Artístico de Granada: “El Cante Jondo. Primitivo canto andaluz”. La pena, dice Lorca, no es del sujeto que canta, sino del género y, por esa vía se instaura una cosmogonía cuyo contenido y cuya expresión es la “nostalgia de lo autóctono”. Mucho más adelante, en 1931, Lorca dirá: “Yo creo que el ser de Granada me inclina a la comprensión simpática de los perseguidos. Del gitano, del negro, del judío… del morisco, que todos llevamos dentro”. 

Más allá de los episodios biográficos que desencadenaron el decisivo viaje a Nueva York de Lorca en 1929, lo que se lee en ese momento de vacilación (existencial y estética) es la pregunta sobre cómo conjugar el tradicionalismo ctónico con la destrucción dialéctica preconizada por el superrealismo. Poeta en Nueva York, El público y Así que pasen cinco años, obras póstumas, son el umbral de una transformación profunda. Desde 1925, Lorca ha venido discutiendo con el sinuoso Salvador Dalí y el infame Luis Buñuel temas de estética y, también, de política sexual. 

En la conferencia “Un poeta en Nueva York”, Lorca escribirá, por única vez, el nombre de la figura que, en su perspectiva, sella la nueva alianza entre lo ctónico y lo poiético: “Convengamos en que una de las actitudes más hermosas del hombre es la actitud de San Sebastián”, escribe sin más aclaración y totalmente fuera de contexto. Esa inesperada aparición de aquel cuyas glorias cantaron no sólo los grandes pintores europeos del Renacimiento al Barroco sino, también, Marcel Duchamp y T. S. Eliot, es la clave de la articulación en la que está pensando Lorca, el fundamento de lo queer, la voz que le viene a la vez de la tierra y del cielo. Un llamamiento simultáneo al martirologio y a la desclasificación. Y el crack le da la exacta dimensión de una caída (que es la nuestra): “jamas, entre varios suicidas, gentes histericas y grupos desmayados, he sentido la impresión de la muerte real, la muerte sin esperanza, la muerte que es podredumbre y nada más, como en aquel instante, porque era un espectaculo terrible pero sin grandeza”.

El primer poema que Lorca escribió en Nueva York fue “Oda al rey de Harlem” donde reaparece la noción de “raza maldita”, la amplificación del tema gitano, y, a partir de ese ademán de universalización de motivos autóctonos, un postulado de identificación con esas comunidades imposibles (porque no hay identidades sino sencillamente multiplicidades). 

Lorca desarrolla en el que será su último libro de poemas planeado como tal (pero que recién al terminar el Siglo XX encuentra su lógica de la mano de un editor sensibilísimo) una teoría de la (homo)sexualidad natural (“un desnudo que fuera como un río”) en oposición a una (homo)sexualidad producida socialmente (“pantano oscurísimo donde sumergen a los niños”), donde el agua estancada y el agua que fluye adquieren nuevas connotaciones sin desprenderse de las anteriores, que forman una constelación omnipresente en su obra.

En Cuba, donde se detiene luego de su período neoyorquino, escribe El público donde se lee la sorprendente sentencia: “El ano es el fracaso del hombre, es su vergüenza y su muerte” que, si bien es expresión de un ataque de pánico homosexual que parece continuar el diálogo con Salvador Dalí, también puede interpretarse ya como una teoría del descentramiento y la desclasificación queer. 

Es en Cuba donde finaliza también la “Oda a Walth Withman”, poema didáctico-doctrinario que vuelve a superponer lo natural y lo construido, lo ctónico y lo celeste, el Sagrado Corazón y el macho cabrío, para excluir del festín de la vida (la “bacanal” de la que participan “los confundidos, los puros,/ los clásicos, los señalados, los suplicantes”) únicamente a las “maricas de las ciudades”, “esclavos de la mujer”, “perras de sus tocadores”.

Yo quisiera rescatar a Lorca de estas últimas y penosas palabras que parecen más bien pronunciadas para agradar a sus enemigos (Buñuel y la Falange) que para sostener un arte de vivir, y de vivir juntos. Quisiera poder decir que cuando Lorca escribió “¡No haya cuartel!” y “¡¡Alerta!!” no quiso sino alertarnos contra el poder de la normalización, contra el poder de los “normales” que, a través de la injuria, construyen modelos de comportamiento aberrantes que sólo pueden comprenderse como espejos de agua podrida.

Sé que la delicadísima estructura de Poeta en Nueva York, su agónica marcha hacia la felicidad, su confianza ciega en el llamado de la naturaleza y en la poesía como respuesta a esas voces que decían su nombre, su compasión por las niñas enterradas en los pozos, así lo autorizan.

Pero prefiero no poner a Lorca en el lugar de su posteridad. Lo leo en el instante en que él sabe, como lo sabe del niño músico y poeta que fue, que va a morir víctima de una política de exterminio, en el instante en que elige el desorden y se ofrece como víctima de los exterminadores de los marginados, en el instante en que lo queer no tiene todavía un nombre y, por eso mismo, tampoco programa ni destino:

¿Qué voy a hacer, ordenar los paisajes?

¿Ordenar los amores que luego son fotografías,

que luego son pedazos de madera y bocanadas de sangre?

No, no; yo denuncio.

Yo denuncio la conjura de estas desiertas oficinas

que no radian las agonías,

que borran los programas de la selva,

y me ofrezco a ser comido por las vacas estrujadas

cuando sus gritos llenan el valle

donde el Hudson se emborracha con aceite.