CULTURA
EL ESCRITOR COMO ROCKSTAR

Literatura en marquesinas

Ya sea a partir de formatos tradicionales de charla o entrevista, o puestas performáticas más innovadoras, un nutrido grupo de escritores y escritoras trascienden las solapas de los libros para transformarse en auténticas celebridades que ponen el cuerpo en teatros desbordantes de lectores, espectadores, groupies. ¿La literatura se subordina al formato, o el formato a la literatura?

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El escritor como rockstar. | cedoc

Entraba la medianoche santafesina en los 60, en la casa de Juan José Saer, y Juan L. Ortiz leía el caudaloso El Gualeguay. A la manera de la lírica narrativa tan suya, deteniéndose verso a verso y desovillando palabra por palabra. La mayoría se quedó dormido. Y Sergio Delgado, quien preparó la edición crítica en 2004 del poeta que inició una “transgresión liberadora”, acordó que la anécdota sugería la escena de Cristo en el Monte de los Olivos: “La moraleja: es difícil luchar contra la vigilia del poeta, poseer sus ojos, su mirada sobre el mundo”. En simultáneo, en la supuesta década maravillosa, Enrique Pezzoni, aquel que destacaba el habla distinta de Juan L., señalaba que la literatura argentina moría en el lenguaje pasteurizado del mercado editorial, y la espectacularización de los escritores. Y que primaba la contemplación “digerida, apacible y satisfecha”. Casi medio siglo después, nadie se duerme en teatros y auditorios desbordados de fanáticos, embelesados con una selecta camada de escritores a la altura del rockstar, repite la prensa especializada y no tanto. Mick Jagger, o Dukis de la cultura letrada, con la debida parafernalia alta tensión, avanzan. Y la satisfacción personal quedó garantizada. 

Cambios en los modos de producción, apropiación y circulación de la literatura, nuevas maneras de visibilidad e inserción de los escritores, se baten vertiginosos detrás de bambalinas, y trastocan el acceso al cielo de la literatura consagrada, a parche algorítmico. Y además, asordinada, se reta la profunda transformación de la cultura de masas, en la ampliación del campo de batalla del capitalismo, hacia otros territorios boutiques. Ante la caída libre de los viejos ídolos de la Galaxia Gutenberg, los llamados libros, buenas son las salas, marquesinas y redes. 

De este ambiente disruptivo, y en los últimos meses, se acumulan ensayos y análisis que disparan ante la emergencia de escritores que “no quieren ser leídos, sino vistos. Notados y etiquetados”, escribe Edgardo Scott en Escritor profesional (Godot). Y con una “visibilidad (que) se resuelve en la combinación en buena medida inescrutable de los datos de los usuarios con las necesidades de las plataformas y sus anunciantes”, anota en el otro rincón, guantes calzados en manos, Guido Herzovich en Kant en el kiosco (Ampersand). Y el estado de las cosas retumba, sin entrar en diletantes valoraciones literarias ni estéticas, observando las colas para ver y escuchar a los escritores, que agotan entradas, a partir de los formatos tradicionales de charla o entrevista, como Alessandro Baricco en el Teatro Colón, y Lorrie Moore en el Teatro Cervantes. Pero también en puestas performáticas, más innovadoras: Camila Sosa Villada con Tesis sobre una domesticación, sold out reciente en el Teatro Comedia cordobés junto a Humberto Tortonese; o el furor por la española Elvira Sastre, “una rockstar de la poesía”, titulaban eufóricos los medios argentinos, tras su reciente paso arrollador por Buenos Aires y Rosario. Prensa que no dejaba de asombrarse con las histriónicas filas, más cercanas al fanatismo musical que un tradicional público lector, y más similares a las ferias que desbordan de autores nativos digitales. Estamos a años luz del circunspecto auditorio de las librerías de la calle Florida del novecientos, big bang de la cultura del libro nacional, como de los teatros céntricos que erigían textos, luego seminales en la literatura y el teatro, de Leopoldo Lugones y Federico García Lorca. 

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“Es muy asombroso lo que generan como escritores en sus seguidores”, señala Paula Niccolini, quien en tándem con Martín Giménez, producen espectáculos, entre “lo teatral y lo performático”, con un talento insignia que supera los mil tickets en todo el país, en cada presentación, bajo los gancheros títulos de No traigan flores y Mis extrañas compañías. Mapa de influencias, “En el caso de Mariana Enríquez, algunos van por curiosidad, pero lo que ella tiene definitivamente son FANS, en mayúsculas. Y esto creó un vínculo increíble entre ella (escritora) y lxs fanáticos-lectores. No solo quieren leerla: la quieren ver, escuchar lo que piensa, saber por qué escribió sobre algo en particular, piropearle el vestuario que elige para cada presentación, aplaudirle las acotaciones a los textos. Es una misa, un encuentro de admiradores”, subraya Niccolini, con una amplia experiencia radial. 

Y agrega de la otra apuesta fuerte de su productora, “Algo parecido pasa en los chicos con Felipe Pigna. Quieren que les cuente todo, detalles que solo Felipe podría responder si los hubiera conocido personalmente a cada uno de los, y las, protagonistas de nuestra historia. Acá hay curiosidad encendida, más que fanatismo”, diferencia Niccolini, que los jueves desde febrero hasta fines de abril, en el Teatro Astros, produce el espectáculo del escritor y periodista Cristian Alarcón Testosterona, con dirección de Lorena Vega. “Empuja los bordes conocidos de las representaciones de no ficción: es teatro, es danza, es performance, es biodrama, es videoarte, es universo sonoro”, advierte la gacetilla de prensa, con Cristian arriba del escenario y en medio de una puesta impactante. El show debe continuar y las sesiones de espiritismo multimedia, voz, música y visuales, que distinguen a Enríquez, con lectores que sienten que “les habla a ellos y solamente a ellos”, encuentra así otras solapas. Afuera del teatro o del auditorio, aquí y allá, algún FAN, con el libro abierto a la dedicatoria de Mariana, se estremece y llora, en la enriquezmanía. Twist and shout.

La pregunta es qué es la historia

La productora Niccolini sostiene que con los espectáculos de los “escritores-protagonistas” se busca “la mejor manera de contar lo que hacen, darle un formato particular para sumarle a lo que significan ellos como escritores. No veo limitación a la hora de proponerles un formato, sí pensar en aquellos aportes artísticos que sepan dialogar con ellos. El gran desafío como productores es encontrar ese tono, el clima, quiénes pueden acompañarlos mejor, las sensaciones que queremos despertar en quienes se acercan a la propuesta. Eso es lo novedoso que encontramos en esta idea, y además nos fuimos sorprendiendo y aprendiendo de los espectadores”. Un ausencia de prejuicios que condice con lo que viene propugnando desde “hace años” Hernán Casciari, con más de veinte libros, creador de la Editorial Orsai y director de la revista homónima, “Lo importante es contar historias. Las preguntas de qué pasará con las nuevas formas de difusión, el multiformato, o la preocupación por lo performático para mí son pelotudeces que nos distraen de lo importante. Que es cómo se cuenta una historia. Si es en papel, en microondas, todo el tiempo se habla de soportes y comercialización; y nadie dice que la mayoría de los libros son una mierda, que son de autoayuda. Sospechan que porque el formato es papel, es superior; y no, el 95% de los libros son una mierda. Pero no porque la literatura sea mala sino porque no están contando una buena historia. Del mismo modo, es una mierda el 95% de lo que sale en la televisión pero eso no significa que sea una mierda solamente porque sale en la tevé. Las historias no se cuentan por los libros, se cuentan como sea”, ratifica el productor de contenidos y escritor de “la primera novela escrita en directo desde internet”, Más respeto que soy tu madre.

Sostiene Casciari que su pasaje del papel y la pantalla a las presentaciones en salas  –Casciari a la carta se mantuvo imbatible en The Roxy de Colegiales durante al pasado año y va sumando nuevas fechas agotadas, ahora en Europa, con Puro cuento– ocurrió sin “ninguna estrategia entre la performance y la narrativa” porque “tomé el gusto después de un período que había dejado de escribir en 2015”. Y ante la consulta de que algunos escritores en privado admiten que hoy «a los escritores se nos exige un poco de performance», resumía Mariana Enríquez hace unos meses, dice Casciari que “responder a si es más importante tener una performance antes que una escritura sería convertirse en gurú, y en mi opinión es convertirse en un pelotudo. Si el escritor tiene que tener algo performático ahora, sí y no, ¿el cantautor tiene que bailar, o el bailarín tiene que cantar? Y depende de cada uno. Lo más importante para mí es contar una historia. La pregunta es qué es la historia. ¿La historia es lo que está entre la primera palabra y la última palabra? O viene de antes, cuando vos le decís a tu hija que le vas a contar una historia de terror, y le vas anticipando, “no sabés, hoy a la noche te vas a cagar de un susto, no vas a poder aguantar hasta el final”. Eso es también el cuento. Ese marketing es también el cuento. Entonces, volviendo a la pregunta de lo performático y la literatura, lo que los giles no entienden es que las dos cosas, la previa y la historia en sí, son importantes”, cierra Casciari, y sostiene que en la actualidad el escritor, en verdad un “productor de contenidos”, puede ser “empleado, dueño o trabajar en cooperativa para difundir sus historias”. A este panorama de escritor/entrepreneur, en sintonía con el análisis del narrador de Una playlist de 125 cuentos (2022), en estos meses se estrenaron varias nuevas propuestas de escritores arriba de las tablas y con cartelería en calle Corrientes: en el Politeama, Marcelo Birmajer estuvo acompañado de banda en vivo, y desplegó sus derivas de hombres casados, crímenes secundarios y abrazos partidos. 

Todo por un visto

“No me imagino a Saer o Fogwill en un recital multimedia”, señala risueño Edgardo Scott desde Francia, pareja de la escritora Ariana Harwicz, ella ensayista en El ruido de una época (Editorial Marciana), oda contra la “fascinación por gustar”, y aclara Scott: “Sin embargo, Jorge Luis Borges dio conferencias en teatros, y puedo imaginar a Manuel Puig, o a Copi, haciendo algo multimedia, relacionado con el cine, o el teatro. El tema no son los recitales sino que la literatura se subordine al formato, o que el formato se subordine a la literatura”, enmarca el escritor y crítico de la inflamable Escritor profesional. En este molotov entre tapas se desgranan y desangran diez rasgos del inodoro escritor profesional “progresista y demagógico”, que enumera Scott, y que transitan el orgullo en la ignorancia de la poesía y el ninguneo de la literatura que no sea rankeada en las plataformas. El Dorado de este escritor profesional son las alas de la visibilidad, “la principal y convencional política de autor de este milenio. Si yo dedico mis esfuerzos a trabajar ‘de’ escritor, o ‘como’ escritor puede que ceda lo que quería escribir, y sobre todo el escritor que quería ser”, remata el fundador del Grupo Alejandría, que en los 2000 organizaba lecturas públicas en Buenos Aires. Con escritores de carne y cemento. 

Existe un aire de familia de Scott con los citados ensayos de Enrique Pezzoni, que despotricaba contra los escritores del boom por trastocarse en estrellas del mercado, y que enlaza con el Damián Tabarovsky del inoxidable Literatura de izquierda (2004), quien ya apuntaba en la generación de los jóvenes mediáticos menemistas, y los serios aliancistas, donde la “literatura argentina se volvió literatura de la convertibilidad: una palabra igual a un sentido”. “De hecho, creo que lo más raro es encontrar otros discursos y otras éticas acá y en el mundo”, advierte más contemplativo Scott, “mi generación, en especial, creo, es la primera que entró en esa maquinaria con total conciencia. Entendiendo los códigos y las demandas de esa profesionalización. Habiendo leído y acordado la letra chica del contrato. Son relatos ideologizados hechos como se hace una propaganda de Amazon o de Google, o una serie promedio de Netflix”. Este autor de Luto (2017) define al escritor profesional, aquel que “acepta posar para una campaña de ropas”, como el impostor de la literatura y la vida. Para no pensar que somos excepcionales, una vieja tara nacional, una crónica destacaba que la autopercibida poeta española Elvira Sastre, en mayo pasado en Buenos Aires, “agradece el silencio y la emoción del público: “Los tengo en el corazón, somos todas la misma mujer”. Uno recuerda la poesía de Francisco Gandolfo, notable poeta, editor y confidente de Mario Levrero: “Señor/a que se destaca más que los demás/quédese tranquilo: nosotros sabemos que usted/se destaca más que todos nosotros juntos”.

Volver a Witold

En 1951, Witold Gombrowicz dictó una conferencia en la librería Fray Mocho, aún en la calle Sarmiento porteño, que permanece máquina de guerra sempiterna. Ante un auditorio mayoritario de poetas, el genial narrador salía de su ostracismo del departamento de San Telmo, casi en simultáneo al desconfiado Jorge Luis Borges que debutaba de charlista. Y el polaco más argentino arrojaba el demoledor Contra los poetas. Casi un anticipo de la argamasa de los contemporáneos escritores profesionales, o los escribas del showbiz y nanos del algoritmo. “Es el exceso lo que cansa en la poesía: exceso de la poesía, exceso de palabras poéticas, exceso de metáforas, exceso de nobleza, exceso de depuración y de condensación que asemejan los versos a un producto químico”, sentenciaba el demiurgo de Ferdydurke. Y ponía etiquetado frontal a los poetas y escritores que se venden en el lenguaje, no inventando una lengua propia. Un reconocido poeta modesto criollo, indignado y a los gritos, se paró delante de los otros y empezó a declamar teatral versos y rimas. Witold, hechizado por la oscuridad de Retiro, desde la calle iluminó la vigilia del poeta, y espetó: “Gracias por ilustrar esta conferencia”.