Reivindicación del nihilismo

Filosofía en 3 minutos: Ray Brassier

Si bien es reconocido por su asociación al realismo especulativo, ha mostrado un particular interés hacía el aceleracionismo, corriente filosófica con una fuerte vinculación con el colectivo conocido como CCRU (en español: Unidad de Investigación de Cultura Cibernética).

El filósofo británico Raymond Brassier (22 de diciembre de 1965, Londres) es miembro de la facultad de Filosofía de la Universidad Americana de Beirut (en el Líbano). Foto: captura web

Quizá la principal característica, por decir así, del pensamiento contemporáneo es la dispersión, cuando no la distorsión tanto de sus conceptos y premisas téticas como de lo que realmente plantea, interroga o (cuando menos) investiga. Por ejemplo, se supone (o se cree) que el realismo especulativo es una filosofía contemporánea cuyas señas de identidad se conforman por oponerse –lo que ya la define escasamente- al idealismo, a la filosofía poskantiana y posnietzscheana, la filosofía analítica, el marxismo, la fenomenología, la posfenomenología, el posmodernismo, la deconstrucción o, dicho de otro modo, que tampoco aclara demasiado, por contradecir al “correlacionismo”. Esta expresión, en términos generales (muy generales), alude a que toda experiencia, idea, percepción o conocimiento del mundo –dicho esto en sentido amplio– está mediada, relacionada o correlacionada, por alguna instancia (mente, lenguaje, condición de posibilidad, relaciones de poder, etc.). Por lo tanto, los realistas especulativos, en una suerte de autorrefutación, defenderían lo contrario. Pero todo esto, a decir verdad, tiene poca importancia. En primer lugar, porque el realismo especulativo, como escuela, no existe

Mejor dicho, si hay algo que ha permitido reconocer a los nuevos realistas es que adhieren al realismo metafísico (es decir, lo real o el ser tiene existencia autónoma respecto de lo humano), pero con ello no se avanza más que en círculos, en cuanto bajo el rótulo de “realismo especulativo” nada más espinoso –como mínimo– que ubicar allí a filósofos como Iain Hamilton Grant, Graham Harman, Markus Gabriel, Quentin Meillassoux o Manuel DeLanda. No solo porque hay diferencias sustanciales entre ellos sino, además, lo que refrenda esas discrepancias, algunos han decidido que no se los confunda con los otros. Sin ir más lejos, ese es el caso de DeLanda y de Ray Brassier (1965), quien de ningún modo entiende que exista algo así como el “realismo especulativo”, pese a que se le adjudica (o se le adjudicaba) la invención del nombre de la corriente. Se comprende la actitud distante, puesto que Brassier, si bien comparte algunos elementos y posturas con sus ex o supuestos colegas realistas, está mucho más próximo, en definitiva, del pensamiento de Nick Land, padre del aceleracionismo y también de la ultraderecha aceleracionista, solo que se encuentra políticamente en las antípodas y, en lo filosófico, menos. 

De hecho, Brassier formó parte de la Unidad de Investigación de Cultura Cibernética (CCRU) de la Universidad de Warwick, que funcionó entre 1995 y 2003, junto con Land (todavía moderado), Mark Fisher y otros. Eso sucedió cuando estudiaba en Warwick, donde obtuvo un máster en Bellas Artes en 1997 y realizó un doctorado en filosofía que terminó en 2001. Luego se unió como investigador asociado al Centre for Research in Modern European Philosophy de la Universidad de Middlesex (Londres) hasta 2008. En lo sucesivo y hasta la actualidad, Brassier trabajó como profesor de filosofía en la Universidad Americana de Beirut, en el Líbano. Si bien es reconocido por sus traducciones de Alain Badiou y Meillassoux, con su primer libro Nihil Unbound: Enlightenment and Extinction (2007), o sea Nihil desencadenado. Ilustración y extinción –título donde resuena Sed de aniquilación: Georges Bataille y el nihilismo virulento (1992) de Land- casi de inmediato se granjeó el equívoco de ser festejado como una de las figuras (acaso la más interesante) del realismo especulativo. Sin embargo, al poco tiempo, dejó en claro que no pertenecía a ese movimiento inexistente y dio un giro pronunciado hacia la teoría comunista, o más precisamente, hacia Hegel y Marx

Nihil desencadenado opera a partir de dos premisas, y una se sigue de la otra, quizá de modo un tanto vertiginoso. A saber, en primer lugar, la idea de que el desencantamiento del mundo originado por la Ilustración, que destruyó los mitos y transfiguró la tierra mediante la ciencia y la técnica –proceso analizado por la dialéctica de Adorno y Horkheimer– es una consecuencia inevitable del notable poder de la razón y, por eso mismo, no una catástrofe sino la posibilidad de nuevos descubrimientos intelectuales. Y en segundo lugar, la reivindicación del nihilismo (entendido como pérdida o falta de sentido en general) como resultado, también ineludible, del principio que postula una realidad independiente de la mente y, además, indiferente y ajena a todos los anhelos, creencias, valores o significados humanos. En otras palabras, el pensamiento de Brassier parte de la aceptación del mundo desencantado de la racionalidad tecnocientífica y del nihilismo radical (“nada tiene sentido”), en cuanto el estado de hecho, comprobable por doquier, inherente a ello. El desencantamiento del mundo, dicho de otra manera, viene a ser tanto una muestra de la potencia de la razón como el índice, por demás evidente, de la falta de sentido y de la absoluta contingencia de lo real, que no ha sido creado ni diseñado para la inteligibilidad humana. Lejos de eso.

De ahí que el nihilismo inspira (contra el realismo del sentido común, desde luego) la ontología sustractiva de Brassier, la cual tiene cierta afinidad con ontología matemática Badiou y la no-filosofía de François Laruelle, que afirma lo real como ser-nada, una insignificancia plena, un no-objeto, un “no-algo”, un “conjunto vacío”, que manifiesta la esencia inconsistente e inobjetivable de X. Con “X” se significa –en el límite de la significación– el no-significado de esa realidad inaccesible para toda subjetividad o intersubjetividad que introduce sentido en el acontecer. Se trataría, por lo tanto, de una ontología que rechaza lo fenoménico y, al mismo tiempo, de una epistemología antifenomenológica que impugna el “correlacionismo” (según Meillassoux, que inventó el término: la imposibilidad de conocer más allá de nuestra relación con el mundo), pero también que pone en cuestión la filosofía analítica o las teorías que enfatizan en las estructuras del lenguaje como insuperables. Sobre esa base Nihil desencadenado desarrolla un sinuoso diálogo crítico con una serie de filósofos: Nietzsche, Sellars, Churchland, Adorno, Horkheimer, Meillasoux, Harman, Badiou, Laruelle, Deleuze, Heidegger, Wittgenstein. Incluso también discute con Freud y Lacan. 

Al extremar los elementos nihilistas de estos pensadores y borrar sus aspectos antropológicos y antropocéntricos, Brassier llega a una especie de realismo trascendental, aún más, a una filosofía de la extinción, en conformidad con la cosmología de las ciencias físicas que prevén la muerte térmica del universo (aproximadamente dentro de unos 7.000 millones de años) una vez que se detenga su velocidad de expansión. Con este evento –el último, sin duda– se desintegrará, por si no queda claro, la estructura profunda de la materia y ya no será posible la vida ni, menos todavía, el pensamiento. Lo que, para Brassier, significa que la extinción futura elimina en el presente toda pretensión de conocimiento humano, ya que supone una realidad trascendental inmune a la significación o al sentido. Aquí el acuerdo con Land es total. Ambos coinciden en que la extinción de la especie humana (o su finitud) debe admitirse porque liquida, de un golpe, los fundamentos antropocéntricos y abre la posibilidad de una experiencia (o de un experimento) con lo no-conceptual. Del mismo modo, uno y otro sostienen que el materialismo es idealista en la medida que quiere conceptualizar la materia, hasta plegarla sobre el pensamiento. Pero, partir de allí, las diferencias se multiplican. 

Land entiende que los efectos destructivos del tecnocapitalismo (que conduce a la absorción del hombre por la inteligencia artificial) representan el medio fundamental, actual y real, de la crítica trascendental y nihilista de la extinción de la humanidad y de todo antropocentrismo. Por eso, asume una política antidemocrática, procapitalista y neorreaccionaria a ultranza. En oposición, Brassier retiene la noción landiana de la muerte como el límite insuperable del pensamiento antrópico, mientras la identifica con la cosmología de desaparición postrera del universo (y primero, del sol) como lo absolutamente trascendental a las relaciones políticas. A la inversa, el capitalismo incentiva el egoísmo y la codicia en vez de un mundo sin humanos (en realidad, no muertos). Desde este punto de vista, Land recaería en un antropomorfismo de lo real inconsistente e inobjetivable (lo X) al asociarlo con el devenir negativo y desterritorializante (según Deleuze y Guattari) del capitalismo. Brassier, en cambio, se vuelca hacia la ciencia, ya que ella progresa deshaciendo sus propios paradigmas, sin que se cierre nunca la distancia entre los conceptos y la realidad y, de ese modo, registra el mismo sustraerse de la materia frente al fenómeno humano. En última instancia, Land se desdice de su negatividad antihumana al aliarse con la humanidad más abyecta y soberbia. 

En contraste, el aceleracionismo de Brassier, de carácter prometeico (implícito en Marx), rehabilita el prometeísmo ilustrado del comunismo soviético. Esto, a su juicio, implica que no hay motivo alguno para aceptar un límite predeterminado respecto de los modos tecnológicos, en el desequilibrio cognitivo del tiempo (pura negatividad hegeliana), por medio de los cuales la humanidad puede transfigurarse a sí misma y al mundo. A condición, sin embargo, de que se adopte una subjetividad sin yo ni, por consiguiente, voluntarismo metafísico. Como Sartre, piensa que el hombre es lo que él se hace. En este sentido, el ímpetu prometeico resiste ontologizar la finitud y quiere rehacer lo que ha sido dado –el sufrimiento, la enfermedad, la muerte, etc.–, ya sea por la naturaleza o por alguna divinidad. Esto es, si la finitud humana traza el horizonte del dar sentido de ello no se sigue, sin más, que sea la condición para el sentido. El prometeísmo de Brassier se propone participar en la creación del mundo sin guiarse por un plan divino sino por patrones racionales, habida cuenta que la racionalidad no sería más (Kant mediante) que la facultad de crear reglas –históricamente inconstantes pero no contingentes– y de sujetarse a ellas para captar los estratos de la inmanencia, no lo sobrenatural. 

Esta convergencia de Ilustración –desencantamiento del mundo–, realismo –nada humano refleja lo real– y nihilismo –fuga del sentido del acontecer– en el pensamiento de Brassier, para muchos establece una referencia crucial en la filosofía del siglo XXI. El prometeísmo de izquierda que proviene de allí, el cual sostiene que la aceleración tecnológica puede o debería permitir, al fin y al cabo, un estado poscapitalista (donde las máquinas han desplazado gran parte del trabajo humano, una idea que en la tradición marxista propiciaba el último Herbert Marcuse), muestra, como señala Meillassoux, una significativa renovación de la figura tradicional del nihilista. Si bien el nihilismo de Brassier es ontológico, ya que afirma la existencia de una realidad vedada para el antropomorfismo e inmutable respecto de los propósitos humanos, sin embargo, no niega que pueda conocerse (indirectamente) a través de la ciencia (reformada). Esta noción prometeica, en cualquier caso, estaría en consonancia con ciertas tendencias innovadoras del marxismo, en cuanto aborda como profundamente erradicable la situación actual de la vida humana.

 

(*) Rubén H. Ríos es doctor en filosofía, profesor de UBA y del Centro Cultural Rojas. Su último libro es La era del kitsch (Alción Editora 2021), Segundo Premio Nacional de Ensayo Artístico 2022 otorgado por el Ministerio de Cultura de la Nación.

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