Por lo general, y a pesar de que desde la antigüedad es una de las características de la filosofía, la provocación filosófica no cae nada bien en los sufridos destinatarios. Lo que no quiere decir, por otro lado, que siempre fracase –de ninguna manera– ni que, tampoco, no logre su finalidad –hacer pensar– en el sujeto receptor, aun cuando no le guste en lo más mínimo la experiencia o (es una posibilidad) se irrite ante esa arrogancia (según su punto de vista) del filósofo en cuestión. No sería raro, además, que se la rechace, ya sea porque se la interpreta como una falta de respeto, un insulto, una forma de desprecio (o menosprecio), un exabrupto, en fin, un ademán fuera de lugar. También puede que se la entienda como una burla, una mofa de mal gusto, una broma subida de tono, lo que no necesariamente despierta reacciones negativas. En este caso, aquel que se siente burlado –se indigne o no–, sin embargo, se encuentra muy cerca de descubrir aquello que pretende la provocación filosófica, es decir, inducir al cuestionamiento de las verdades y creencias aceptadas, los prejuicios del sentido común y las meras opiniones, de tal modo de favorecer el pensamiento racional y el saber.
En ese sentido, la burla o el sarcasmo, si bien hay otros recursos menos sutiles (preguntas incómodas, aporías, sermones, impugnaciones, diatribas, juegos de palabras, etc.), han sido durante más de dos milenios algunas de las modalidades preferidas de la provocación filosófica para aguijonear la reflexión crítica y la puesta en entredicho del orden de lo real (o de lo que se supone es real). De todas maneras, las provocaciones burlonas o sarcásticas –entre otras– son solo derivaciones de la que se considera, y por unanimidad, la más alta de todas ellas, la forma superior del género y la más usada e ilustre. La ironía (del griego eirōneía: disimulo o ignorancia fingida) –conocida asimismo como sarcasmo (de sarkasmós: mordedura de labios o desgarramiento de la carne)–, sin duda, constituye la princesa de la provocación filosófica. No solo porque requiere refinamiento e ingeniosidad por parte del filósofo, cierta desfachatez y elegancia en el decir, amor por lo verdadero y la astucia del relámpago, sino en la medida que desciende –por lo que se sabe– de Sócrates, en primer lugar, y a continuación de Diógenes de Sinope (circa 400-323 a. C.), esos grandes maestros de la ironía en la tradición de la filosofía occidental.
Entre uno y otro, por lo demás, se da una genealogía directa mediante Antístenes, discípulo de Sócrates (el más antiguo se dice y uno de los pocos que presenció su muerte) y fundador del cinismo, a su vez iniciador de Diógenes en esta escuela de inspiración socrática, de la que se convirtió en poco tiempo en el exponente más destacado, mejor dicho, en una leyenda viva. Los kynikós (a saber, perrunos) se reunían en un gimnasio abandonado en las afueras de Atenas, el Cinosargo –de kynos (perro) y argós (ligero o blanco)–, y de ahí, al parecer, el nombre que los identificaba. Con algún grado de certeza se acepta que Diógenes el Perro nació en Sinope (colonia jónica en el sur del Mar Negro), de donde fue desterrado por falsificar moneda junto a su padre –un banquero llamado Hicesias–, por lo que se trasladó a Atenas y se sumó, luego de insistir en ello, a los oyentes de Antístenes. En realidad, la mayor parte de lo que hoy se conoce de él, y no sin dudas y sospechas sobre su autenticidad, proviene de los capítulos centrales del libro VI de Vidas, opiniones y sentencias de los filósofos más ilustres del doxógrafo Diógenes Laercio (siglo III), una fuente ineludible sobre filosofía antigua y clásica hasta el siglo II.
Lo cierto es que en esta obra se abusa de una técnica literaria de memorización, las chreíai (palabra griega de difícil traducción), que designan anécdotas morales, escenificaciones o dichos ingeniosos, insultantes o inconvenientes. Las colecciones de chreíai comenzaron –según Diógenes Laercio, VI, 33– con un escrito de Metrocles, discípulo de Teofrasto en el Liceo convertido al cinismo, o posiblemente con Compendio de dichos de Diógenes de Teofrasto y con otros textos del sofista Teócrito de Quíos y del filósofo peripatético Demetrio de Falero. Entre los siglos I y V, los retóricos helenísticos (Teón de Alejandría, Aftonio de Antioquia y Hermógenes de Tarso) se ocuparon de esta técnica, que logró su principal desarrollo con los cínicos. Antes incluso, Marco Fabio Quintiliano, afamado retórico y pedagogo del siglo I, señalaba varios modos de introducir las chreíai, que son los que emplea Diógenes Laercio, esto es: “él decía que…”, “preguntado por…, contestó…”, “viendo a…, comentó…”, “siendo reprochado por…, replicó…”. Debido a este exceso de formalismo, por decir así, algunos eruditos no le otorgan ningún crédito a lo que Laercio consigna sobre su homónimo cínico. Otros, sin embargo, le otorgan alguna (si bien no demasiada) verosimilitud.
Por lo tanto, como hoy la mayoría de los estudiosos del tema opinan que Diógenes de Sinope escribió algunos textos –aunque no los trece diálogos y las siete tragedias que le imputa Laercio–, si bien no ha llegado ninguno de ellos, se ha concluido que las condiciones de vida de su autor no habrían sido las de extrema pobreza que le asigna la leyenda. La famosa tinaja que le servía de hábitat (el tonel de Diógenes en la decadente Atenas del siglo IV a. C, que había perdido su autonomía política bajo el imperio de Alejandro Magno) sería más bien un símbolo de su estilo frugal de vida, como otras fábulas. De la misma manera, el episodio de la venta de Diógenes como esclavo, luego de su ciclo ateniense, pertenecería a la poética –no a los hechos históricos– que lo exalta como ironista. Al respecto, Diógenes Laercio cita como fuentes la Venta de Diógenes del cínico Menipo de Gádara (siglo III a. C.), él mismo esclavo liberado, y otra obra con el mismo título de un tal Eubulo. El antecedente indiscutible de esta peripecia, desde luego, es la venta como esclavo de Platón (rival de Diógenes y objeto de burlas e improperios por su parte), tras el primer viaje a Sicilia, en la isla de Egina, donde –según la leyenda– Diógenes fue capturado por piratas y después vendido como esclavo en Creta.
Según el relato de Laercio, comprado por Jeníades de Corinto, luego de una secuencia de ironías de Diógenes, el amo lo lleva a su casa y le confía la educación de sus hijos, a los que impone un régimen de vida austero, en conformidad con su propia filosofía de la naturaleza y modo de vida. Tanto ellos como su padre celebran al instructor por su sabiduría, lo tienen como un buen genio tutelar de la casa (un agathòs daímon) y lo honran con su respeto y afecto hasta su muerte. Lo que algunos comentaristas le reprochan a esta historia –bastante idílica, a decir verdad– es que compone una imagen idealizada del cínico. De hecho, para decir más, no hay otra semejante a este tipo apologético entre las vertidas por Laercio. Sin embargo, allí no está lo que importa (o lo decisivo) sino en las ironías previas de Diógenes. Aparecen en el siguiente instructivo pasaje: “Cuenta Menipo en su Venta de Diógenes que, tomado prisionero y siendo vendido como esclavo, le preguntaron qué sabía hacer. Respondió: ‘Gobernar hombres’. Y dijo al pregonero: ‘Pregona si alguien quiere comprarse un amo’. Como le obligaran a tumbarse, dijo: ‘No importa. También los pescados se venden echados de cualquier forma’” (VI, 33). Enseguida, Laercio agrega que le decía a Jeníades, una vez comprado, que debía obedecerle, aunque fuera un esclavo.
En suma, lo que el relato idealiza no es el cinismo de Diógenes –el cínico perfecto para la antigüedad– sino los efectos de la provocación filosófica de la eirōneía y el sarkasmós: el cumplimiento sin mácula de su finalidad. A la vez, lo cual forma parte de la operación, se hace de Jeníades el destinatario correcto, el que tiene la actitud apropiada (por su perspicacia, su compresión, su sensibilidad o su inteligencia) con relación a toda ironía expresada por el filósofo. Pero, aparte de que no siempre se alcanza esa suerte, y de que resulta muy probable producir lo contrario a lo buscado (inducir a la reflexión crítica), en las anécdotas y chistes de Laercio varias veces Diógenes –llamado el “Sócrates furioso” por Platón– es ignorado, amenazado, maltratado, golpeado y apaleado por los atenienses o corintios, de quienes se defiende a veces con palabras (insultos, ofensas y sarcasmos) y otras con agresiones físicas. Si algo hay de verídico en todo eso, y seguramente lo hay, aunque Laercio asevera que era estimado en Atenas, las ironías de Diógenes explican la reacción adversa de aquellos ciudadanos humillados por la filosofía.
Quizá las más difundidas de las escenas narradas por Laercio (VI, 41) es esa en que Diógenes, con sublime ironía, se pasea de día por la ciudad con una lámpara encendida, como el ermitaño del Tarot, diciendo: “Busco un hombre”. O tal vez aquella otra (VI, 32) en la que exclama “¡A mí, hombres!”, y cuando acuden algunos, los ahuyenta con su bastón (o báculo, signo de su soberanía sobre sí mismo), diciendo: “¡Clamé por hombres, no por desperdicios!”. En cualquier caso, esas escenificaciones y otras –no poco dudosas, como masturbarse en público o comer un pulpo vivo– son provocaciones irrisorias en contraste con las chreíai de desplante ante los poderosos. Las más famosa y deslumbrante de todas relata que mientras Diógenes tomaba sol en las inmediaciones del Cráneo (VI, 38), un gimnasio (se cree) del suburbio de la ciudad de Corinto, se planta ante él Alejandro Mango y le dice “Pídeme lo que quieras”, a lo que contesta “No me hagas sombra”. Laercio refiere dos encuentros más con Alejandro. En uno (VI, 66) este, erguido ante él, le pregunta “¿No me temes?”, y le responde “¿Eres un bien o un mal?”, “Un bien”, dice Alejandro, y le replica “¿Quién temería un bien?”. En el otro (VI, 60) le dice “Yo soy Alejandro, el gran rey”, “Y yo Diógenes el Perro” le responde, y al preguntarle por qué se llamaba perro, le manifiesta “Porque muevo el rabo ante los que me dan algo, ladro a los que no me dan y muerdo a los malvados”.
La mordacidad, se diría, de Diógenes frente a los poderosos aparece también en la anécdota de Perdicas (general y diádoco de Alejandro), que lo amenaza, diciendo que, de no alejarse de él, lo habría matado, a quien responde “No es nada extraordinario: un escorpión o una tarántula habrían hecho lo mismo”, y que lo habría amenazado mejor con la frase “aunque vivas lejos de mí, podré vivir feliz” (VI, 44). La tolerancia de Alejandro ante las ironías de Diógenes acaso tiene que ver con las enseñanzas de su tutor Aristóteles (de los trece a los dieciocho años fue educado por él), e igualmente la admiración. Esto último, por supuesto, si se cree en el filósofo estoico Hecatón de Rodas (siglo II a. C), que en unos de sus libros perdidos dice que Alejandro había dicho que, si no fuera Alejandro, habría querido ser Diógenes. Laercio, sobre este asunto, ofrece un posible indicio de herencia familiar, porque cuenta (VI, 43) que tomado prisionero tras la batalla de Queronea (338 a. C.), Diógenes es conducido a presencia de Filipo II –rey de Macedonia, vencedor de la alianza de tebanos y atenienses, y padre de Alejandro–, que le pregunta quién era, y contesta “un observador de tu ambición insaciable”, lo que suscita la admiración de su interlocutor y lo deja en libertad.
Como sea, estos relatos y algunos otros, con las reservas pertinentes, muestran que existe un estrecho vínculo entre la ironía como provocación filosófica y eso que los griegos llaman parrhesía –término compuesto de pan, que significa “todo”, y rhēsis, “habla” o “discurso”, esto es, “decirlo todo”–. Se refiere al discurso sincero y franco en la forma más absoluta y clara, a la libertad de palabra, lo cual implica el atrevimiento y el coraje de decir la verdad sin miedo (o con el menor que se pueda), ya que conlleva para el parrhesiastes –aquel que dice la verdad– ciertos riesgos y peligros. Lo que exige, a su vez, la apátheia o ataraxia (la impasibilidad o imperturbabilidad del ánimo ante las contingencias del azar), la anaideia (irreverencia o insolencia) y la adiaphoría (indiferencia). Durante siglos la ironía cínica usó la parrhesía como método para subvertir las creencias y jerarquías tradicionales e inducir así nuevos valores. En una palabra, es aquello que le aconseja, según la leyenda, el oráculo de Delfos a Diógenes: paracharáttein tò nómisma, “falsificar la moneda”. Si se atiende a que el término “moneda” (nómisma) tiene la misma raíz que “ley” (nomos), el mensaje oracular le propone a ese maestro ironista cambiar las leyes, las escritas y las no escritas, demostrando su falsedad.
*Doctor en filosofía, profesor de UBA y del Centro Cultural Rojas. Periodista y escritor.
Su último libro es La era del kitsch (Alción Editora 2021), Segundo Premio Nacional de Ensayo Artístico 2022 otorgado por el Ministerio de Cultura de la Nación.
Facebook: @riosrubenh
Instagram-Threads: Rubén H. Ríos
Linkedin: Rubén H. Ríos