entrevista a Esther Díaz

La experiencia luminosa

Comenzó sus estudios de filosofía en la Universidad de Buenos Aires una vez que logró alejarse de su marido maltratador; terminó la carrera mientras criaba a sus hijos y trabajaba en una peluquería. Durante la última dictadura robusteció sus conocimientos en la denominada “universidad de las catacumbas” y, con el retorno democrático, regresó a la UBA para enseñar durante dos décadas. En Una filosofía de la vejez (Sudamericana), recientemente publicado, apuesta por entrelazar pensamiento y vivencia en un registro que se sitúa entre la crónica, las memorias y el ensayo para reflexionar sobre la “tercera edad”.

Sentencia. “Quien elige el coaching antes que una clase de filosofía se merece el coaching. Lo siento por él, por ella, por su espíritu. La filosofía, desde mi punto de vista, debería ser en ese sentido como la música: no se necesita ser experto para disfrutarla”. Foto: Gentileza Penguin random house

Tras el éxito de Mujer nómade en 2018 (el film-documental en el que Martín Farina la muestra contando su vida en primera persona), y la amplia circulación que logró conquistar al año siguiente su libro Filósofa punk. Una memoria (publicado por el grupo editorial Planeta), Esther Díaz –ya jubilada– empezó a intervenir cada más en los medios de comunicación, diciéndolo todo, quizás aprovechando las ventajas que le daba no tener que cruzarse más con estudiantes y colegas cada semana, pero también, por esa vitalidad y valentía para no callarse nada que tanto la caracterizan.

Lleva cuarenta años escribiendo libros. Recientemente publicó, por el grupo editorial Penguin Randon House, Una filosofía de la vejez, en el que apuesta por entrelazar pensamiento y experiencia en un registro que se sitúa entre la crónica, las memorias y el ensayo, a partir del que trabaja con la denominada “tercera edad” desde su propio recorrido vital, el cine, la literatura, la política y, por supuesto, también desde perspectivas filosóficas (de Platón a Foucault, pasando por Simone de Beauvoir, entre otres), para desde ese híbrido genérico promover una vida activa también para esta “edad de la libertad”. Antes (en 2022, por Biblos), había publicado Lengua de Loca, donde recopila textos que, con ese mismo nombre, publicó en Las 12, el suplemento feminista del diario Página/12. 

Durante veinte años (1985-2005) estuvo a cargo de “Pensamiento científico”, una de las dos materias obligatorias para todas las carreras en el Ciclo Básico Común de la Universidad de Buenos Aires, donde ella misma estudió Filosofía. Luego, durante varios años más, dictó seminarios de posgrado sobre “Metodología de la Ciencia y Epistemología” en las Universidades Nacionales de Entre Ríos, Tucumán y del Nordeste. Desde 1998 y hasta jubilarse, dirigió la “Maestría en Metodología de la Investigación Científica” en la Universidad Nacional de Lanús. 

La muchacha punk, como podríamos llamarla invocando el nombre del cuento de Fogwill, nos recibe en su casa situada en la zona sur de la Ciudad de Buenos Aires. Lo que empieza como una entrevista pautada para este medio termina siendo una conversación de casi toda una tarde: sobre filosofía, pero también, sobre aquello que estuvo antes de la “verdadera vida” y la existencia cultural porteña, funcionando como una suerte de otra vida previa: el matrimonio, el trabajo manual y los hijos, el Conurbano. Esther comenzó a estudiar en la UBA una vez que logró dejar atrás a su marido maltratador y terminó la carrera mientras se hacía cargo de sus hijos trabajando en una peluquería. “La subjetividad se construye desde valores que, si siguen el espíritu de rebaño, son aplaudidos, pero, si se desmarcan, escandalizan”, escribe con valentía en sus memorias, a través de la que se propuso “pisotear los mitos sobre los sexos, las edades, las reglamentaciones morales, el machismo, lo políticamente correcto y la hipocresía”.

—¿Cómo ves la filosofía en la actualidad? ¿Qué pensás que tiene para decir sobre los problemas que atravesamos? ¿Sería hoy la autoayuda, el coaching, uno de sus rivales, como en otros tiempos fue la religión o en sus comienzos lo fueron los sofistas?

—Quien elige el coaching, antes que una clase de filosofía, se merece el coaching. Lo siento por él, por ella, por su espíritu. La filosofía, desde mi punto de vista, debería ser en ese sentido como la música: no se necesita ser experto para disfrutarla. Yo a la noche, después que termino, cansadísima muchas veces, cuando no me podés hablar porque desconecté todos los teléfonos, escucho música. Yo no tengo oído para la música. Estudié piano, sí, porque me obligaron. Y me la pasé frente al piano mientras un tipo me manoseaba, así que cuando hacía música, no lo disfrutaba. Pero cuando la escucho, ahí sí viajo a otro mundo. Y con la filosofía es lo mismo. Hay gente que me dice que disfrutaba mis clases, y quizás no sabía de filosofía. Le preguntás, le decías incluso que te dé una definición de filosofía, y no saben cómo darla. Pero la disfrutan. Entonces creo que la filosofía cumple con su rol si es como la música: no necesitás ser experto en ella para disfrutarla. Y los expertos, por decir de alguna manera, también, si la amamos realmente, disfrutamos de ella.

Recuerdo otra vez que la entrevisté, hace seis años atrás. Le había preguntado la importancia de la música en su vida. Entonces me contestó que le gustaba Patti Smith (a quien fue a ver cuando estuvo en Buenos Aires), Iggy Pop (de quien valoraba haber posado desnudo para artistas plásticos ya con edad avanzada), y Sid Vicious (de quien le encantaba esa fuerza tan terrible que hasta le costó la vida). Así que esta vez no le pregunté por sus gustos musicales. 

—Más de una vez te escuché decir que, para vos, la filosofía era una forma de vida…

—Por supuesto. Mirá, te cuento esto a modo de ejemplo. Una vez me encontré con un colega mío, que también había sido compañero de estudios, pero que era mucho era más grande que yo. El tipo me cuenta que se estaba por jubilar. Entonces yo le digo: “¡qué suerte, por fin vas a poder escribir tranquilo!”. ¿Y sabés qué me respondió? ¡No lo podía creer! Me dice: “yo me jubilo y al otro mes me voy a un country a tirarme a la pileta y tomar sol, y ver si alguna mina me da bolilla y puedo vivir una vida feliz”. “¿Y la filosofía?”, le pregunté asombrada. “La filosofía fue una herramienta de trabajo para mí”, me respondió. ¡El tipo era titular de una cátedra en Filosofía y Letras! ¿Qué te parece, ¡eh!? Doctor, todos los méritos, y yo pensando que el tipo realmente amaba la filosofía. ¡Pero no! Era simplemente un medio de vida para él.

Otra vez me pasó que estaba en una fundación que llamaba a los filósofos que estuvieran más destacados en el momento, para hacer cursos intensivos. Pero como no asistía tanto público un día mi socio me dice: “¿y si contratamos a un especialista en marketing?”. “¡Y yo me voy! –le respondí–. Porque esta fundación no es para hacer negocios”. Por eso te digo: a mí no interesa que a un curso mío venga gente que prefiere el coaching a la filosofía. Lo otro, que muchas veces repetimos, por ahí en una clase, eso que dicen los filósofos antiguos, que la filosofía nace de una lucha. ¡Yo digo que no! Es imposible hacer filosofía si vos estás acá y yo estoy en la vereda de enfrente. Ni siquiera podemos hacer el reportaje. ¿Qué vamos a hacer filosofía? Esto lo aprendí de Varsavsky, el gran crítico Klimovsky, mi gran enemigo. 

—Lo que contás de Klimovsky en tus “Memorias” es tremendo, cómo te obstaculizó tu desarrollo profesional, cómo se empecinó en boicotearte. Pero me gustaría ahora preguntarte más por el reverso de esa situación. ¿Qué figuras, si las hay, rescatarías de tu trayectoria como filósofa?

—En la quinta edición de mi libro La filosofía de Michel Foucault, cuento que llegué a este filósofo por un trabajo que tuve que escribir. Pero hasta ese momento yo estaba estudiando Hegel con Mercado Vera, que era el “Hegel argentino”, no porque tuviera teoría propia, sino porque sabía Hegel maravillosamente. Entonces comenzó la última dictadura militar, y ahí los Carpio (se refiere al profesor Adolfo) y los de Medieval (la materia de la carrera en la UBA) y tres o cuatro cínicos más, cínicos hijos de puta, diría mejor, lo echaron. Por peronista lo rajaron. De la UBA, pero también de Rosario y de La Plata. Yo estaba haciendo un seminario de posgrado con él, que pudimos terminar, pero que sería lo último que hiciera ahí.  Entonces decidí seguir formándome con él. Mientras pensaba cómo iba a hacer para vivir ese hombre, me acerqué y le dije: “Profesor, como usted no puede venir más a la facultad, con un grupo de compañeras y compañeros quisiéramos saber si usted nos podría dar clases, en su casa, en la casa de alguno de nosotros, en alguna confitería”. Y agarró viaje enseguida, porque lógicamente se quedaba sin laburo, pero también, sin poder hablar de filosofía, que era su vida. Así que cuando se fue el profesor, fui y les dije a mis compañeros que no se fueran, que tenía algo para contarles. “Discúlpenme que hablé en nombre de ustedes”, recuerdo que les dije, porque no había tenido tiempo de hablar antes con ellos, sino que cuando vi que el profesor se iba, lo alcancé y le planteé todo lo que recién te conté. Todavía no había leído tanto a Nietzsche como para saber que era una frase suya, pero la dije, porque no hay nada más inmoral que hablar en el nombre de otro.

Mis compañeros y yo nos habíamos recibido hacía poco y en esa nueva universidad (la de la dictadura) no íbamos a seguir estudiando. Así que, durante siete años, los del terrorismo de Estado, nos la pasamos leyendo juntos el profesor, una vez por semana durante dos o tres horas, estudiamos y conversamos sobre la Fenomenología del Espíritu. La leímos completa. 

Ese ejemplar lo regalé, hace poco, cuando hice una donación a la Biblioteca de la Cárcel de Mujeres de Ezeiza. “¿Cuál es el valor que tendrá tu biblioteca?”, me preguntó alguien. ¡Y el principal valor no es económico! Mirá: acá tengo un libro que está anotado en los costados, porque en aquel tiempo las traducciones que existían eran muy malas, entonces quienes asistíamos a este grupo con Mercado Vera anotábamos aclaraciones que él nos hacía. Es clásico eso. Viste que de hecho hay una edición de El príncipe de Maquiavelo anotada por Napoleón, incluso viene así la edición. Salvando las tremendas distancias, así es mi Fenomenología del Espíritu: subrayada por mí y anotada en los costados con las cosas que nos decía este profesor. Fueron siete años. Mirá, cuando yo digo que la filosofía me salvó la vida...  

—Fueron años muy duros los de la dictadura, ¿no?

—A mí, directamente, no me tocó lo peor, pero vi cosas terribles, pasaron cosas horribles en esos siete años. Me acuerdo ahora algo terrible que pasó cuando la dictadura estaba terminando, el último año. Yo entré a dar clases de Introducción a la filosofía en Psicología, que en ese tiempo ingresaban doscientos más o menos de los dos mil que se anotaban. Como los chicos que estaban anotados en una comisión podían cursar en otra, cuando se empezó a correr la voz de cómo yo daba las clases, mi comisión se empezó a llenar, al punto tal que tuvimos que ir al Aula Magna. Y un día entran dos tipos, corbatita, traje, con el pelo cortito que se le notaba la marca de la gorra, ¿viste?, como dice la canción. Y se hizo un silencio absoluto. Por suerte no podían llegar fácilmente a mí, porque había chicos sentados en el suelo. Entonces, desde lejos, me dice uno: “Profesora, le interrumpimos la clase porque estamos buscando a la alumna, y me dicen el nombre. Yo tenía ahí la lista de asistencia, ¿viste? Y toda nerviosa con un libro encima. Y respondo: “Pero escúcheme señor, ¿a usted le parece que yo puedo tomar lista con toda esta cantidad de gente? Se me van las dos horas que tengo de clase si tomo lista. No, no, yo lista no tomo”. Y uno de ellos, mientras le daba explicaciones, se metió entre las filas, agarró a una chica, y se la llevaron. Tan pronto como se fueron, suspendimos la clase, por supuesto. Y empezamos a preguntar: “¿quién la conoce?”. Solamente una chica había viajado una vez con ella, hasta Loma de Zamora, pero no sabía el nombre. En ese tiempo no había teléfonos celulares, nadie tenía teléfono de nadie, además. Estuvimos dos o tres días preguntando en los bares, no teníamos nada para dar, más que alguna descripción, que todos repetíamos: que era bellísima, una chica divina, con el cabello bellísimo. Desapareció.

Sexo, poder, saber. Esther Díaz rescata la dinámica de los franceses de los años setenta. Cuenta que un amigo suyo que viajó entonces a Francia terminó viviendo en el mismo sitio que Michel Foucault, sin saber que era él, al menos por un buen tiempo. Rescata anécdotas sencillas que escuchó de su boca de su amigo, como que el autor de Historia de la sexualidad cocinaba maravillosamente bien, que le hacía la cena a sus amigos, que llegaban cada uno con su botellita de vino. “Francés, obviamente”, dice entre risas. Entonces –cuenta Esther, que le contó su amigo– cenaban, tomaban vino, o lo que cada uno quisiera, y cuando terminaban de cenar, levantaban la mesa y comenzaba el banquete. “El banquete postmoderno, le diría yo”, agrega la filósofa punk, quien reivindica el legado de El banquete de Platón para la filosofía contemporánea. 

—¿Viviste algo así en Buenos Aires?

—Lamentablemente no. Y peor, te digo: en la academia argentina, en ninguna reunión importante, sea a nivel de Consejo, sea a nivel de Consejo Superior o de Departamento, nunca escuché hablar ni de filosofía ni de ningún tema intelectual. Nunca. Solamente se hablaba de poder, de quién está primero en la lista, de que si ponemos el nombre de dos, o de uno en el libro, o sea, todos los temas de poder a nivel de lo más bajo que te puedas imaginar. Eso sí, mientras fui una del grupo, cogía. Incluso en los Congresos. Ahora, cuando empecé a tener un nombre propio, digamos, a tener libros publicados, dejé de ser objeto sexual, dejé de ser objeto deseable, y dejé de ser una compañera también. Y no por elección mía. Es increíble, creo que el caso mío es peor porque soy mujer. 

Mirá: una vez me encontré en una fiesta, después de muchos años, con un excompañero de la facultad. Y nos pusimos a bailar. Y entonces me dice: “Vos no sabés el metejón que yo tenía con vos cuando estábamos en la facultad. Estaba remetido, moría por vos”. “¡Ay, boludo!”, le dije yo, “¿por qué no me dijiste nada?”. ¿Sabés qué me respondió? “Es que con una mina como vos no se me para”. Así que cuando llegué a ser lo que quería, cuando fui reconocida por lo que había estudiado y por lo que pensaba, se me terminó en el ámbito filosófico la vida social, la vida sexual. ¡Y ni te digo la vida amorosa! Para que te des una idea: la pareja que me duró más tiempo, como nueve años, fue porque era un tipo medio marginal. Cuando podía trabajaba de camionero, cuando no podía hacía cualquier cosa. Los tipos de la academia, cuando sabía quién era, automáticamente, se les bajaba. A confesión de partes…

—Esther, para terminar, me gustaría hacerte dos preguntas, medio pochocleras, pero no quiero dejar de hacértelas, porque creo que no dejan de tener su momento de importancia, de verdad. ¿Recordás cuál es el libro de filosofía que primero leíste, que elegiste por tu cuenta? (no que hayas tenido que estudiar). Y dos: ¿cuál sería el libro, no digo que te llevarías a una isla, pero sí que rescatarías como el más importante, el que te gustaría tener encima si sólo pudieras elegir uno?

—El primer libro de filosofía que leí en mi vida fue Así habló Zaratustra. Yo después no hice la tesis sobre Nietzsche porque no pude dominar bien el alemán y, en mi época, había que manejar bien el idioma con el que ibas a trabajar. Por eso hice mi tesis sobre Foucault, porque el francés me resultó más fácil, pero mi gran amado es Nietzsche. Por eso elegiría cómo el único posible, ese mismo primer libro que leía. El Zaratustra de Nietzsche marcó mi vida. Y como te dije, para mí, la filosofía tiene una relación estrecha con la vida. 

 

Extractos de Una filosofía de la vejez

La vejez se acercaba amenazante y mi espíritu se cubría de sombras. Yo seguía como si nada. Hasta que un día, el monstruo tan temido surgió desde la boletería de un cine. Una voz impiadosa me preguntó: “¿Jubilada?”…

No hay vejez, sino diferentes modos de atravesar la etapa más larga de nuestra vida. Pero, ayer como hoy, que esa edad tardía sea llevadera o insufrible depende de múltiples factores, circunstancias económicas, sociales, familiares, sexoafectivas, cognitivas, creativas, saludables, tóxicas…

¿Quiénes se atreven a maltratar a ancianas que podrían ser sus madres o sus abuelas? Las fuerzas de seguridad. La policía, cuando cumple órdenes de reprimir, no lo hace poniendo el cuerpo desprotegido como las personas mayores en sus protestas constitucionales, sino armada hasta los dientes y vulnerando la democracia. Parecería que los inquisidores de antaño proyectaban en las brujas lo que en realidad acontece con las fuerzas de seguridad hoy… Las brujas actuales son las mujeres jubiladas…

Mientras hay vida y deseo de realización, se vive alegremente a cualquier edad. ¿Por qué medios? Por varios, pero se destaca uno casi indispensable: no entregarse al sedentarismo. Caminar, nadar, practicar yoga, ser nómade aún sin moverse del lugar. Hasta personas en silla de ruedas pueden ejercitar (al menos en parte) su cuerpo y, lo que es tan importante como eso, ejercitar su espíritu, leer, escribir, pintar, interactuar, incentivar la creatividad…

Estar al día con estas herramientas tecnológicas, junto con otras actividades e interacciones personales –sin dejar de disfrutar momentos de soledad–, enriquece notablemente el otoño y el invierno de la vida y nos provee de alas para recorrerlos con la mayor jovialidad posible…

Quizás lo más importante no sea vivir hasta una edad muy avanzada, sino vivir con la mente despabilada…