El editorial de Jorge Fontevecchia

Día 715: Milei, Thatcher y el Mamdani inglés

Zack Polanski, un activista ambiental, gay y exactor, crece entre los votantes jóvenes y pone nervioso al Partido Laborista inglés que ve como crece la extrema derecha de Nigel Farage.

Zack Polanski Foto: AFP

Si Fiodor Dostoievski dijo en "Los Hermanos Karamazov", que “Dios y el Diablo luchan constantemente y el campo de batalla es el corazón de cada hombre”. Hoy podríamos tomar esta genial frase del escritor ruso y hacer una paráfrasis: La extrema derecha y el progresismo luchan constantemente y el campo de batalla es la mente de cada persona. Fenómenos como Donald Trump, Jair Bolsonaro y Javier Milei son los dominantes del mundo, pero también empiezan a ser contestados por izquierda con figuras como Zohran Mamdani, Bernie Sanders, Jean-Luc Melenchon o las figuras de Die Linke en Alemania.

En el medio, los partidos tradicionales crujen y surgen figuras disruptivas que juegan por dentro y por fuera de estos espacios, pero con su propia dinámica. Quizás en nuestro país, el mayor exponente nacional de este fenómeno sea Juan Grabois quien, al cargar con el peso del kirchnerismo, quedó aplastado, y a nivel local, Juan Monteverde en Rosario. Quien reaccionó frente a este fenómeno es el propio Milei. En su último viaje a Estados Unidos, en Miami, habló del llamado “riesgo kuka” o “riesgo de socialismo” apuntando contra Mamdani, a quien acusó de ser un lobo con piel de oveja.  

En el Reino Unido, surgió una suerte de Mamdani inglés, una figura tan atípica como llamativa y convocante que busca dar respuesta a los mismos problemas que Mamdani con soluciones también similares. Bajos salarios, precarización laboral, altos costos de vida y problemas de vivienda resueltos con impuestos a los ricos y sumado a la preocupación ambiental por el cambio climático. 

Zack Polanski, un activista ambiental, gay, vegano y exactor, parece ser una suerte de caricatura woke hecha por la extrema derecha, pero crece entre los votantes jóvenes y hoy pone nervioso al Partido Laborista que está viendo cómo crece la extrema derecha de Nigel Farage y ahora, ve recortado su apoyo por Polanski. ¿De dónde surge este crecimiento entre dos partidos nuevos, uno de extrema derecha y otro “ecosocialista” que pone en crisis al bipartidismo más antiguo del mundo? 

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En el fondo, muchos británicos, particularmente en el norte industrial, en Gales, en Midlands y en buena parte de Escocia,  sienten que la calidad de vida nunca volvió a los niveles previos al thatcherismo. Y no lo dicen en abstracto: lo viven en indicadores concretos que se acumulan desde los 80. Margaret Thatcher cerró minas, acerías, astilleros y mecanismos enteros de producción.

El relato oficial fue que el país se “modernizaba”, pero en la práctica esos territorios nunca volvieron a generar empleo de calidad. Tony Blair, lejos de revertirlo, lo administró con paliativos. Para esas comunidades, el “buen vivir” (salario estable, sindicato fuerte, vivienda accesible, servicios públicos confiables) murió ahí. Ese norte industrial inglés es equivalente al cordón central de Estados Unidos, industrial abandonado, los que votaron por Trump con una política industrial opuesta a Milei a Thatcher. Esto tiene particular interés para nosotros, porque el Presidente es un público admirador de Thatcher. 

Recordemos algo de archivo y de su debate presidencial con Sergio Massa a propósito del conflicto que Inglaterra tuvo con nuestro país por las Malvinas. "Me siento identificado con Churchill y Thatcher. La señora Thatcher fue una gran líder", declaró el mandatario libertario. Es decir, Milei es un admirador de Thatcher y si se analiza bien el pensamiento de ambos tienen muchos puntos en común: el mercado como centro del organizador total de la sociedad, el individualismo extremo y el avance contra las estructuras sindicales. Pero el país que dejó Thatcher es el origen de la insatisfacción de muchos británicos. 

Esta insatisfacción ha hecho que el pueblo británico busque a tientas soluciones y genere efectos políticos cada vez más insólitos en el suelo inglés, una tierra acostumbrada a la estabilidad. El Brexit fue mucho más que una ruptura comercial o geopolítica: fue la plataforma emocional que catapultó a Farage y al nacional-populismo británico a su mayor momento de influencia desde la era Thatcher.

Zack Polanski, líder del Partido Verde.

Durante años, Farage construyó un movimiento entero sobre la promesa de “recuperar el control”, explotando la ansiedad económica de una sociedad que sufría estancamiento salarial, servicios públicos desfinanciados y un país más desigual que nunca. Cuando el Reino Unido finalmente salió de la Unión Europea, el relato parecía completo: Farage se había convertido no sólo en el arquitecto político del “leave (irse)”, sino en el intérprete oficial del enojo británico.

Sin embargo, las consecuencias económicas del Brexit, como barreras comerciales, caída de inversión, inflación importada, fuga de trabajadores europeos, estancamiento del crecimiento, produjeron algo inesperado: un vacío político. Ese vacío no lo llenó la derecha que había prometido prosperidad, sino una generación de dirigentes que entienden que el país no sólo está exhausto, sino desorientado. Ahí aparece Zack Polanski.

Polanski, flamante líder del Partido Verde, funciona casi como el reverso perfecto de Farage. Donde el ex UKIP (Partido por la Independencia del Reino Unido) y Reform (Reforma, partido de Farage) apostó al nacionalismo y a la ruptura identitaria, Polanski propone una reconstrucción económica y moral del Reino Unido desde una narrativa muy distinta: apertura, derechos sociales, transición verde y una idea de comunidad que trascienda el aislamiento. Pero su postura sobre Europa es, quizá, lo que mejor define esta diferencia. Polanski sostiene que el Brexit fue un error y que el país debe volver a la Unión Europea. 

Lo dice con una precisión quirúrgica: no niega el resultado del referéndum ni insulta a quienes votaron "leave"; reconoce que fue una decisión democrática, pero también enfatiza que mucha gente hoy la reconsidera a la luz del daño económico evidente. Su apuesta es pragmática. No grita “rejoin (volver a unirse)” como una consigna militante, pero sí plantea un camino político claro: abrir una nueva conversación nacional sobre regresar a la UE, incluso a través de un nuevo referéndum o incorporándolo directamente al manifiesto electoral del Partido Verde si la correlación de fuerzas lo permite.

Nigel Farage, miembro del Parlamento del Reino Unido.

En entrevistas recientes, Polanski fue todavía más lejos: afirmó que el fin de la libre circulación, uno de los pilares de la campaña de Farage, fue un desastre para Gran Bretaña, afectando al mercado laboral, la productividad y la vitalidad económica. Su estilo no es apologético ni profesoral; es directo, empático, casi terapéutico. La crítica al Brexit no aparece como un ajuste de cuentas con el pasado, sino como un ejercicio de sentido común: el país está peor, puede estar mejor y volver a Europa es una de las vías para estabilizarlo.

El contraste no podría ser más visible. Farage emergió de la fractura y la amplificó. Polanski emerge del cansancio de esa fractura y propone superarla. Ambos son productos de un mismo fenómeno, la larga decadencia del modelo económico británico nacido con Thatcher, pero representan respuestas opuestas. Donde Thatcher inició un ciclo de desindustrialización, privatización y debilitamiento sindical que derivó en desigualdad estructural, bajo crecimiento y servicios públicos en permanente crisis, Farage ofreció un chivo expiatorio europeo.

Polanski, en cambio, ofrece un diagnóstico más complejo: la economía británica necesita reintegrarse al mundo, reconstruir su Estado de bienestar y repensar su modelo productivo sin renegar de la globalización, sino regulándola y utilizándola a favor. Salvando las distancias darle la espalda a la Unión Europea para Inglaterra sería como para Argentina darle la espalda a Brasil.

Por otro lado, Polanski, al igual que Mamdani, sostienen la identidad migrante como una trinchera ideológica. Mamdani, emigrado desde Uganda, mantiene sus raíces y las exhibe fuertemente en un contexto en el que la extrema derecha se aferra a una perspectiva nacionalista tradicional que rechaza a los inmigrantes. 

En el caso de Polanski, nació como David Paulden, y cambió su apellido a “Polanski” cuando era joven para “recuperar” un apellido de sus antepasados del este de Europa. Si la extrema derecha vinculada a Farage apunta a los inmigrantes como el motivo de todos los males, el extremo progresismo lo utiliza como bandera identitaria. 

En esta nueva disputa por el alma política del Reino Unido, Polanski no es apenas un líder verde carismático: es la señal de que la era Farage tal vez haya llegado a su techo. El Brexit dejó heridas visibles; Polanski representa a quienes ya no buscan justificar esas heridas, sino cerrarlas. Y eso, en un país donde la resignación se había vuelto norma, es, por fin, un cambio de clima.

Comparar este fenómeno con figuras como Mamdani en Nueva York, la nueva recomposición de la izquierda en Alemania (con la saga de Die Linke y la emergencia de figuras como Sahra Wagenknecht), o con liderazgos menguantes de Latinoamérica como Jeannette Jara en Chile, es tratar de leer una misma tormenta política en geografías distintas: la sensación de que los marcos clásicos de la socialdemocracia vs. conservadurismo no resuelven las demandas cada vez más acuciantes de la población.  

Polanski encarna el repliegue del “verde amable” hacia una forma de ecopopulismo. No es un apóstol del campo y la bicicleta por el mero gusto de las bicicletas: él articula discursos sobre vivienda, salarios, nacionalizaciones puntuales y regulación de oligopolios con demandas ambientales. Esa mezcla hace que su oferta política suene menos a mandato moral y más a reparto de costos y beneficios: si la transición energética cuesta, que la paguen los de siempre, no la gente trabajadora. 

Esa idea, aun con matices, es lo que le permite disputar nichos que hasta ahora estaban en manos del laborismo o de otras fuerzas de izquierda. La prensa británica ya ha recalibrado la lectura: Polanski “viene a por” el electorado laborista descontento y lo hace insistiendo tanto en la crítica al establishment económico como en medidas concretas que prometen alivio inmediato (vivienda, impuestos a los muy ricos, control de precios en servicios esenciales). 

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En términos de “qué le marcan las encuestas”, conviene no obsesionarse con un único número: las últimas olas muestran al Partido Verde en niveles inusuales para su historia reciente. Dependiendo de la encuesta y la metodología, los Verdes aparecen en algún lugar entre una banda del 11% al 18% en distintas muestras nacionales, con sondeos puntuales (YouGov y otros agregadores) que los sitúan alrededor del 16% en momentos recientes. Estos números tienen dos caras.

Por un lado, es un fenómeno en pleno crecimiento sin un techo establecido, por el otro, la volatilidad es alta, parte del supuesto “boom” puede deberse a dinámicas temporales (desconfianza en los grandes partidos, impactos de crisis concretas), pero la tendencia es real: un crecimiento rápido desde porcentajes bajos hacia cifras que, si se consolidan, obligan a reescribir mapas electorales. 

La estrategia comunicacional de Polanski merece capítulo aparte. No se trata solo de titulares o apariciones en programas: su comunicación es híbrida y pensada para tiempos digitales y para audiencias fragmentadas. Primer pilar: lenguaje directo y sin tecnicismos. Convierte políticas complejas en demandas cotidianas: “controlar a las empresas del agua”, “impuesto a los superricos”, “más inversión pública para vivienda”. Segundo pilar: performance mediática. Polanski viene de la escena (teatro, activismo), sabe modular el gesto y aprovechar entrevistas con alto rating para dejar consignas. Tercer pilar: foco en redes y base juvenil. Los Young Greens y su aparato de comunicaciones digital han escalado con mensajes breves, visuales y virales. Cuarto pilar: “triangulación” estratégica. Mezcla de confrontación con líderes tradicionales (no quiere pactos automáticos con Keir Starmer) y apertura a alianzas tácticas con nuevas fuerzas de izquierda si conviene al mensaje.

Esa mezcla le da elasticidad: puede aparecer como disruptor frente a la vieja política y a la vez presentarse como solución concreta para problemas inmediatos. Esto nos trae a la discusión con Jeremy Corbyn, quien hace algunos años fue el Sanders inglés. Es decir, una figura disruptiva salida del propio Partido Laborista que estuvo cerca de llegar a disputar el poder, pero se quedó a mitad de camino. 

Corbyn dejó de liderar el Partido Laborista en 2020 tras derrotas electorales y tensiones internas profundas. Su reciente esfuerzo para refundar la izquierda, a través de un nuevo partido de “alternativa real”, no ha cuajado del todo: existe ambigüedad sobre su identidad institucional, críticas por su liderazgo personalista y dificultades operativas para transformar su base emocional en estructura política sólida.

En contraste, Polanski ha crecido desde el Partido Verde con un discurso audaz: combinación de justicia social, ecología popular y redistribución económica. No es el “verde moral”, sino un líder que habla de vivienda, salario, nacionalización de servicios, y propone que los más ricos paguen por la transición ecológica. Esa mezcla resuena especialmente con una generación hastiada de crisis climática, precariedad y desigualdad.

Poner a Polanski al lado de Mamdani sirve para clarificar dos cosas: la forma y el contenido. Mamdani, joven, educado en lo comunitario, con hoja de servicios en la política local y un perfil socialista democrático, construyó su capital político apelando a la gestión de problemas urbanos concretos (vivienda, transporte, servicios) combinada con una retórica de base que pone el conflicto económico en el centro.

Ambos comparten la voluntad de transformar el enojo social en programa: la diferencia está en el terreno institucional. Mamdani es una figura que ha demostrado músculo electoral en un entorno municipal/estadual, con carrera dentro de estructuras del Partido Demócrata y del ecosistema de los Socialistas Democráticos de América. Por otro lado, Polanski opera en un partido pequeño pero con potencial de crecimiento nacional. Mamdani no hace “ecopopulismo” exactamente; hace populismo de redistribución, y ha mostrado gran habilidad para convertir demandas locales en victorias legislativas. Polanski, por su parte, articula lo ambiental como el marco que justifica la redistribución. Comparación útil: Mamdani ilustra la vía de la izquierda municipal-organizativa; Polanski la vía de la izquierda nacional-ecológica.

Si viajamos a Europa continental, la referencia de Die Linke en Alemania tiene doble lectura. Por un lado, Die Linke fue durante años la casa de una izquierda con programa muy claro -estado de bienestar, regulación, defensa del salario- que no siempre supo traducir ese programa en mensajes masivos fuera de ciertos territorios.

Por otro lado, la crisis interna (y la implosión con figuras como Wagenknecht impulsando nuevas formaciones) muestra lo difícil que es equilibrar credenciales radicales con deseo de triunfo electoral. Lo que une a Polanski con algunas corrientes de Die Linke es el esfuerzo por “relegitimar” la política de izquierda ante públicos que temen perder el empleo o la vivienda: ambos intentan bajar el tono moralizante del “verde puro” o del “izquierdismo doctrinal” y poner sobre la mesa problemas tangibles. Sin embargo, Die Linke ha sufrido por tensiones identitarias internas y por dilemas sobre alianzas; Polanski, si quiere crecer, enfrentará ese mismo dilema: ¿radicalidad para la fidelidad o pragmatismo para la ampliación? 

El presente económico del Reino Unido es el caldo de cultivo de Polanski. Tras episodios recientes de inflación elevada, una recuperación desigual post-pandemia, y un problema persistente de productividad que las autoridades, desde el OBR hasta el FMI, han señalado como horizontes oscuros para millones de hogares que sienten que la economía “no les está sirviendo” aunque ciertas cifras macro puedan mejorar. Los salarios reales han sido un foco de debate: la recuperación del empleo convive con una pérdida de poder adquisitivo sostenida en la última década y con el aumento de costes en vivienda, energía y servicios.

Informes recientes del Resolution Foundation y del Oficio del Presupuesto (OBR) subrayan que el avance del PIB no se ha traducido en revulsión para los hogares más vulnerables y que, frente a shocks energéticos o de tipo de interés, la fragilidad es grande. Ese malestar material es, en términos políticos, un canal perfecto para un mensaje que diga: “no solo es clima, es economía; y si el sistema no redistribuye, alguien tiene que hacerlo”.

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Aquí vuelve el debate histórico: ¿qué relación tiene este presente con los cambios introducidos por Margaret Thatcher en los ochenta? La respuesta no es monocausal, pero la herencia es visible. Thatcher inauguró una reorganización profunda: desregulación, privatizaciones de activos públicos, intención de reducir el poder de los sindicatos y una apuesta por el mercado como motor central. Esos giros no solo reconfiguraron la estructura productiva (más servicios, menos industria pesada) sino que recalibraron las expectativas sobre el Estado: menor intervención, más dependencia de mercados y, por ende, mayor exposición de hogares y trabajadores a las fluctuaciones del mercado.

Desde entonces, sucesivos gobiernos han matizado o profundizado esas reformas, pero la arquitectura básica -mercado al centro, redes públicas comprimidas- sigue condicionando la capacidad de respuesta del Estado ante crisis económicas. El resultado acumulado es una economía con mejores retornos para ciertos sectores financieros y corporativos pero con estancamiento de salarios, presión sobre vivienda y una sensación generalizada de precariedad que alimenta la narrativa de políticos disruptivos.  

Acá está el origen de una insatisfacción que se expresa en diferentes fenómenos políticos contradictorios. Desde el Brexit como terremoto político, con la idea de que el problema eran los inmigrantes y la globalización, pasado por una primer ministro libertaria que duró dos semanas, al primer mandatario con apellido indio y siguiendo con Corbyn, Farage y ahora Polanski.

El Reino Unido, cuna de la estabilidad política y económica, pasa por diferentes giros y contra giros porque hay una estructura heredada del thatcherismo que sigue generando insatisfacción en una mayoría social y es interpretada a veces por derecha y a veces por izquierda. Esto es particularmente interesante para nosotros los argentinos porque nuestro Presidente es un admirador de Thatcher. Pero lejos de haber dejado un país más estable y próspero, para muchos ingleses fue el punto de ruptura de un bienestar que jamás se recuperó. De hecho, esto se sabe poco, pero Thatcher terminó antes de tiempo su mandato. 

El Community Charge, conocido popularmente como poll tax, fue una reforma tributaria profundamente impopular que reemplazaba el impuesto a la propiedad local por una tasa fija por persona, sin importar ingresos ni patrimonio. En la práctica: un millonario pagaba lo mismo que un desempleado. Eso detonó una reacción social inédita. Entre 1989 y 1990 hubo marchas gigantes, boicots masivos y disturbios, especialmente en Escocia y Londres. Lo que terminó provocando una rebelión en el Partido Conservador, que le retiró el apoyo y terminó la era thatcheriana. 

Volviendo al presente, ¿todo esto significa que Polanski es la versión británica de un “nuevo populismo de izquierda” que triunfará? No es tan lineal. Hay dos límites claros: capacidad organizativa y gobernabilidad. El Partido Verde históricamente ha sido débil en infraestructura electoral (activismo intenso pero pocas redes institucionales comparables a Labour). 

Crecer en encuestas es una cosa; convertir esto en diputados, en poder municipal o, eventualmente, en ministerios es otra. Además, la lógica de coaliciones en el Reino Unido penaliza la fragmentación: si los Verdes suben pero no traducen eso en mayorías o en acuerdos decididos, sus propuestas corren el riesgo de quedar fuera del tablero decisorio. Puede, en cambio, forzar a Labour a la izquierda, y en ese escenario Polanski habrá ganado influencia, sin necesidad de gobernar. Esa es una victoria mucho menos espectacular pero políticamente relevante. 

Finalmente, la lección que dejan las comparaciones: Mamdani, Die Linke y Jara muestran estrategias complementarias y advertencias. Mamdani muestra la potencia de la praxis local y la gestión; Die Linke expone la fragilidad de la identidad cuando el partido crece sin resolver tensiones internas; Jara demuestra cuán valiosa es la coalición institucional para convertir políticas en medidas aplicables. Polanski toma lecciones de todos ellos: aspira a disputar lo local y lo nacional con un lenguaje simple, a corregir la soledad histórica del “verde” transformándolo en partido de masas, y a usar la comunicación como motor de legitimidad. Si logra construir aparato y traducir encuestas en estructura, su papel será profundo; si no, corre el riesgo de ser un pico de entusiasmo que los grandes partidos absorben o neutralizan.

En definitiva, Polanski es la expresión de un tiempo político donde la ecología deja de ser lujo moral para convertirse en argumento práctico de redistribución; donde la precariedad económica hace que demandas por vivienda y salario aparezcan en el mismo paquete que la transición energética; y donde la herencia Thatcheriana crea el terreno fértil para que un discurso que promete “ecología con pan” crezca rápido. Las encuestas le dan, hoy, un impulso real (sondeos que colocan a los Verdes en torno al 16% no son anecdóticos), su comunicación es hábil y adaptativa, y su principal desafío será invertir esa visibilidad en poder institucional sin perder la identidad que lo hizo atractivo. Si lo consigue, tendrá más en común con Mamdani y con las corrientes exitosas de la izquierda que con los restos de los viejos verdes. Si no lo consigue, será un aviso: en los tiempos post-Thatcher, las crisis económicas reclaman respuestas grandes, y la política está recalibrando quién las puede ofrecer. 

Producción de texto e imágenes: Matías Rodríguez Ghrimoldi  

TV/ff