El editorial de Jorge Fontevecchia

Día 718: Perú como ucronía de Argentina

Perú sacrificó la política para mantener la macro. Nosotros sacrificamos la macro para preservar la política, para luego llegar a un presidente que la desprecia. Nos quedamos sin una ni la otra. 

Día 718: Perú como ucronía de Argentina Foto: CEDOC

La reciente condena a Pedro Castillo, expresidente de Perú, quien fue condenado a 11 años y medio de prisión por el delito de conspiración tras su fallido intento de golpe de Estado del 7 de diciembre de 2022, cuando anunció la disolución del Congreso, nos lleva a una reflexión acerca de nuestra propia situación como país.

Perú puede leerse como una ucronía de Argentina porque encarna la opción que la Argentina de principios de los 2000 dejó atrás: estabilidad macroeconómica sostenida, aunque con un costo: una degradación progresiva del sistema político, que los llevó, en los últimos 10 años, a tener 8 presidentes distintos.

La ucronía es un ejercicio intelectual. A diferencia de la utopía, que imagina un futuro deseable, la ucronía especula sobre cómo habría sido la historia si ciertos hechos clave hubieran ocurrido de otra manera. No es una fantasía desligada de la realidad, sino una herramienta para pensar hipótesis y alternativas posibles a partir de decisiones que sí estuvieron sobre la mesa de manera efectiva en su momento. 

En este caso, podemos ver las decisiones económicas de Perú como un camino posible para Argentina. Mientras que los pilotos de tormenta tras el 2001 en Argentina, Eduardo Duhalde y Néstor Kirchner, eligieron preservar la densidad política aun al precio de romper contratos, defaultear la deuda, previamente abandonada la convertibilidad, Perú siguió el camino inverso: mantuvo la disciplina fiscal, la consistencia monetaria y el marco pro-mercado, pero sacrificó la solidez institucional y quedó atrapado en un ciclo de crisis institucionales permanentes.

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Para entender esta bifurcación hay que volver a los años 90. Argentina y Perú estaban en el mismo punto de partida: ambos países habían atravesado una hiperinflación, y aplicaron medidas similares para estabilizarse: convertibilidad o dolarización de facto, reformas pro-mercado, privatizaciones y optimismo de modernización adhiriendo al modelo neoliberal. Pero cada sociedad eligió un camino distinto a la hora de gestionar el costo político de la estabilidad.

En Perú irrumpió el fenómeno Alberto Fujimori, un outsider que derrotó al establishment peruano prometiendo eficiencia y pragmatismo a costa de romper las formas democráticas. Tras el “autogolpe” de 1992, Fujimori desmanteló el sistema político tradicional, subordinó al Congreso, reconfiguró el Poder Judicial y dio poder a un aparato de inteligencia conducido por Vladimiro Montesinos. Desde esa estructura informal pero férrea se impulsó el “shock” económico, las privatizaciones masivas, la disciplina fiscal y un alineamiento tecnocrático que estabilizó la moneda y atrajo inversión, aun al costo de limitar libertades, criminalizar opositores y convivir con prácticas de corrupción sistémica. Su proyecto combinó ortodoxia económica con autoritarismo quirúrgico: estabilidad a cualquier precio.

Ante el autogolpe de Fujimori en 1992, Carlos Menem, entonces presidente argentino, dijo: "Fujimori es el presidente que eligió el pueblo peruano. No hay ninguna remoción del presidente elegido a través de las urnas. No se trata de un gobierno de facto propiamente dicho". 

El orden macroeconómico que legó Fujimori se volvió, paradójicamente, más duradero que su propio régimen. Incluso tras su caída, Perú mantuvo las bases fiscales y monetarias que él había instaurado, pero sin reconstruir el sistema político que destruyó. De allí surgió el Perú contemporáneo con partidos atomizados y una economía que sigue funcionando gracias a su inercia, la minería, el superávit estructural y con una intervención acotada del Estado. Este modelo terminó empoderando a los poderes fácticos -empresarios, tecnócratas, operadores judiciales- por encima de la política, una herencia que Argentina nunca experimentó de forma tan extrema.

En la Argentina de los 90, el menemismo representó una transformación igualmente profunda, pero con un sello político completamente distinto. Menem no necesitó un autogolpe para desplegar su programa. Utilizó las herramientas de la democracia representativa y el poder presidencial ampliado por la reforma constitucional, combinando pragmatismo, carisma personal y una lectura aguda del deseo social de modernización tras el desbarranque de la economía alfonsinista. 

Su proyecto también tuvo elementos de shock. Inicialmente fueron la convertibilidad, privatizaciones extensivas, apertura comercial y una apuesta por atraer inversión extranjera. Pero lo hizo manteniendo una liturgia democrática que convivía, en tensión, con prácticas de concentración de poder y cooptación política. Menem no destruyó el sistema político tradicional, se apoyó en él y lo moldeó a su conveniencia. Subordinó al PJ mediante lealtades, el fortalecimiento de gobernadores e intendentes fieles, y una combinación de disciplina partidaria y negociación permanente. Fue un orden político fuerte que administró una economía progresivamente cada vez más dependiente del financiamiento externo.

Sin embargo, esa fortaleza política convivió con una creciente fragilidad macroeconómica. Menem flexibilizó la disciplina fiscal cuando la convertibilidad empezó a mostrar costos crecientes. Tras agotar lo que se conoció como la venta de las “joyas de la abuela”, la venta masiva de empresas públicas, el menemismo avanzó hacia endeudamiento, impulsado en parte por la ambición de la re-reelección y por la necesidad de sostener la ilusión de prosperidad.

Alberto Fujimori, presidente de Perú entre 1990 y 2000.

Allí donde Perú sacrificó democracia para sostener la macro, Argentina sacrificó la macro para preservar la legitimidad democrática. Esta divergencia explica por qué el sistema político argentino sobrevivió al colapso de 2001, mientras su economía se desmoronaba; y también por qué la economía peruana sobrevivió a la caída de Fujimori, mientras su sistema político quedaba diezmado.

Desde 2016, en el país andino pasaron ocho presidentes, entre renuncias, vacancias, protestas masivas, escándalos de corrupción y crisis institucional constante. Lo sorprendente es que, mientras la clase política parece trabajar activamente para destruir cualquier apariencia de estabilidad, la economía peruana continúa avanzando con firmeza. 

El sol peruano se ha fortalecido más de un 11% solo en 2025, sus niveles de inflación rondan el 1,35%, y la deuda pública se mantiene sólo alrededor del 32% del PBI. Este desempeño se explica por el diseño constitucional creado en 1993 por Fujimori que impide que el Banco Central financie al gobierno, obligando a una disciplina fiscal estricta. 

José Geri, el presidente actual, llegó al poder el 10 de octubre de este año como resultado directo de la destitución de Dina Boluarte por incapacidad moral permanente. Era el presidente del Congreso y, por protocolo, debía asumir el mando. Aunque no está libre de cuestionamientos, su imagen pública es notablemente superior a la de Boluarte, cuyo rechazo alcanzó un histórico 93%. Geri tiene el desafío monumental de gobernar hasta julio de 2026 en un país donde la permanencia promedio de un presidente reciente es de meses, no años. Su margen de maniobra es mínimo, la presión política es enorme y cualquier error podría convertirse en excusa para que el Congreso active nuevamente el mecanismo de vacancia que ha derrocado ya a múltiples mandatarios desde 2016.

Uno de los ejes centrales del problema político peruano es la figura constitucional de la “incapacidad moral permanente”, ubicada en el artículo 113.2, una herramienta tan poderosa como ambigua, utilizada cada vez con más frecuencia como arma política. Al no tener una definición concreta, ni jurídica, ni ética, ni psicológica, permite que un Congreso fragmentado en más de diez bancadas pueda destituir a un presidente siempre que logre dos tercios de los votos. En un escenario donde casi ningún partido alcanza cohesión interna y donde las alianzas se deshacen en semanas, esa falta de claridad se convierte en un factor permanente de inestabilidad. Paradójicamente, el primer presidente en caer bajo este mismo artículo fue Fujimori, el autor intelectual de la propia Constitución que creó este mecanismo.

La historia reciente del Poder Ejecutivo peruano es prácticamente una serie de eventos desafortunados. Pedro Pablo Kuczynski renunció antes de ser destituido por el Congreso, acorralado por el caso Odebrecht. Martín Vizcarra, que lo sucedió, fue vacado por presuntos sobornos recibidos durante su etapa como gobernador, lo que generó una ola de protestas y un quiebre político fuerte. Manuel Merino apenas resistió cinco días en el cargo, tras una respuesta social masiva que dejó dos jóvenes muertos y un rechazo del 94%. Francisco Sagasti llegó como figura transitoria y logró terminar sin escándalos, aunque solo estuvo allí para conducir al país hacia elecciones. 

Castillo protagonizó quizá el episodio más absurdo. Ganó contra Keiko Fujimori con un programa de izquierda radical. No contaba con experiencia política previa. Gobernó en permanente conflicto con el Congreso y terminó intentando un autogolpe que fracasó en horas, argumentando luego en su defensa que “no recordaba lo que había hecho”. Finalmente, Boluarte asumió en medio de una crisis y terminó rodeada de escándalos, desde el “Rolex gate” hasta un aumento de la violencia nacional sin precedentes. 

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En 2025 hubo más de 2.100 homicidios y las extorsiones crecieron, especialmente en Lima, que continúa hasta hoy. Cada 19 minutos se denuncia un caso de violencia, con ataques a transportistas y barrios enteros sometidos a amenazas. Se multiplicaron las extorsiones. Hubo cierres de escuelas y miles de comercios denuncian que son obligados a pagar “cuotas” a organizaciones criminales. Geri respondió con estado de emergencia, militarización y nuevas leyes, pero especialistas advierten que el deterioro es tan profundo que estas medidas apenas contienen una violencia que ya es la principal amenaza para la estabilidad peruana.

Y sin embargo, Perú sigue mostrando una paradoja única en Latinoamérica: una macro economía extraordinariamente sólida pero un país frágil en casi todo lo demás incluida la economía familiar. 

Sin embargo, sus bases estructurales tienen particularidades: El 70% de la fuerza laboral trabaja en la informalidad, sin derechos ni aportes fiscales. Solo el 25% de las rutas están pavimentadas, y muchas regiones rurales viven en condiciones de infraestructura de hace un siglo. La pobreza rural llega al 40%, ampliando la brecha entre las ciudades más dinámicas y las zonas más olvidadas. 

La informalidad laboral merece una comparación con Argentina. Mientras Perú naturalizó una economía con más de la mitad de su fuerza laboral fuera del sistema, Argentina llegaba a los 90 con un 90% de trabajo registrado. Pero hoy Argentina converge hacia el problema peruano, con una precarización que se expandió tras décadas de crisis y que obliga a repensar qué significa la “inclusión” en el siglo XXI.

¿Pero qué habría pasado si Argentina hubiese renovado el financiamiento a Cavallo en 2001, evitando el default y la brutal devaluación de 2002? ¿Hubiese ido saliendo la convertibilidad de forma “homeopática”, como lo hizo Brasil con su propio plan antiinflacionario?

¿Seríamos hoy un país igualmente desigual pero macroeconómicamente más sólido? ¿Tendríamos una moneda fuerte, una inversión más sostenida y un horizonte menos frágil? ¿O habríamos quedado atrapados en un estancamiento rígido, sin capacidad de absorber shocks externos?

La llegada de Néstor Kirchner y la política expansiva del ciclo 2003–2011 se interpretó durante años como la “década ganada”, pero el balance intertemporal plantea dudas legítimas. ¿Lo que se ganó en salarios e inclusión se perdió luego en inflación, deterioro energético y agotamiento de reservas? ¿Fue un alivio inmediato financiado con un deterioro a futuro?

El experimento macroeconómico de Javier Milei tiene un fuerte anclaje discursivo en la década del 90. Algunos analistas han afirmado que el rumbo económico del gobierno solo cierra si la Argentina se “peruaniza”, es decir, si se produce un esquema casi sin industria ni clase media, sostenido por apertura indiscriminada de importaciones, endeudamiento y ajuste. De consolidarse, la arquitectura de la economía mileista recordaría a la de los 90. ¿Perdimos 25 años para volver al mismo punto de partida, pero más pobres, más desiguales y con menos capital institucional?

Pedro Castillo, presidente de Perú entre 2021 y 2022.

El sucesor de Milei, quienquiera que sea, probablemente deba realizar las correcciones graduales que no se aplicaron en los 2000 para salir del rígido 1 a 1 como hizo Brasil en un cuarto de siglo, pasó de 1 a 5 reales por dólar mientras nosotros pasamos de 1 a 1.500 pesos por dólar. Esa transición de un modelo ortodoxo extremo a una estabilización sostenible con sensibilidad política es, justamente, la que Brasil logró con la continuidad Fernando Henrique Cardoso-Lula da Silva.

En los 90, la revista Noticias y periodistas como Mariano Grondona insistíamos con la idea de que el problema central del menemismo no era de plano su matriz económica, sino la corrupción que la contaminaba. El intento de estabilización macro era correcto, pero había que reemplazar el personal político que lo implementaba por uno éticamente intachable.

En el libro “Back to the 90s”, de Marina Dal Poggetto y Daniel Kerner argumentan que el debate actual sobre los años noventa en Argentina está atrapado entre dos visiones opuestas. Una idealiza la convertibilidad como etapa dorada de estabilidad y otra demoniza esa década como la raíz de los problemas presentes. Esa polarización impide comprender qué ocurrió realmente, por qué ciertas políticas funcionaron durante un tiempo, por qué terminaron colapsando y qué lecciones deberían incorporarse para no repetir los mismos errores estructurales que Argentina arrastra desde hace décadas.

La combinación de un saneamiento inicial del Banco Central, el drástico ajuste fiscal de los primeros meses, que incluyó privatizaciones, reducción del déficit y eliminación de subsidios cruzados, y la instauración de la convertibilidad permitió romper la inercia inflacionaria que llevaba décadas erosionando la vida económica argentina. 

El Plan Bonex, la limpieza de la Cuenta de Regulación Monetaria y la racionalización del sector público crearon un punto de partida sin el cual la Ley de Convertibilidad jamás hubiese funcionado. A eso se sumó un marco institucional relativamente simple y predecible, reforzado por acuerdos políticos amplios como el Plan Brady, que ordenaron la deuda y anclaron expectativas.

Estas políticas, explican Dal Poggetto y Kerner, fueron correctas no porque fueran perfectas sino porque atacaron las causas de fondo de la inestabilidad crónica: déficit persistente, monetización del gasto y ausencia de credibilidad. La lección subyacente es que sin un ancla nominal firme ni disciplina fiscal, ninguna política de desarrollo es viable.

Pero el libro también enfatiza que lo correcto no fue suficiente, porque no se completó la segunda parte de la agenda: la flexibilidad y la adaptación del régimen cuando el contexto cambió. Las políticas que funcionaron en la primera mitad de los 90 requerían, para sostenerse, una actualización permanente que nunca llegó. 

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Cuando Brasil devaluó en 1999, cuando el crédito internacional se encareció tras las crisis asiática y rusa, y cuando la productividad argentina dejó de converger, el régimen cambiario rígido hubiera necesitado mecanismos compensatorios -mayor flexibilidad, un esquema fiscal más contracíclico-, o incluso una transición ordenada hacia un régimen menos duro. Ese es otro punto clave del libro: la incapacidad política de ajustar a tiempo condenó al programa, no su diseño inicial.

Quizás Argentina desperdició un período de oportunidades globales favorables y volvió a caer, tras la crisis del 2001, en dinámicas de corto plazo que deterioraron su moneda, su crédito y su capacidad de estabilización.

El contraste entre un capitalismo argentino errático y un Milei que profundiza esa erraticidad alimenta la noción de que, con un liderazgo racional y previsible, un modelo más abierto y competitivo podría funcionar sin caer en la demolición institucional y social que hoy se observa en Perú. El ejemplo es Brasil.

La evidencia histórica muestra que no basta con tener un modelo económico: hace falta un presidente que no lo sabotee. Si en los 90, a pesar de que había políticas correctas, la corrupción menemista era endémica, hoy la “locura” de Milei sabotea un diagnóstico de los problemas que muchos comparten. Tal vez sea con un liderazgo moderado, como el que prometía Horacio Rodríguez Larreta, la economía argentina podría ordenarse; pero también es cierto que ningún proyecto sobrevive si depende únicamente de la estabilidad psicológica del presidente de turno.

Pensar a Perú como ucronía de la Argentina es una forma de iluminar nuestra propia historia desde su contracara. Ellos sacrificaron la política para mantener la macro. Nosotros sacrificamos la macro para preservar la política, para luego llegar a un presidente que la desprecia. Nos quedamos sin una ni la otra. 

Perú muestra que la estabilidad sin instituciones produce crecimiento sin redistribución para la ciudadanía. Argentina, que la política sin disciplina produce derechos que se vulneran a corto plazo por la crisis económica. Entre ambos extremos se despliega la pregunta que vuelve una y otra vez desde los 90. ¿Qué habría pasado si Argentina hubiera corregido gradualmente la convertibilidad en lugar de dinamitarla, si hubiera construido una moneda fuerte antes que un igualitarismo efímero, o si hoy pudiera aspirar a un capitalismo competitivo sin caer en el dogmatismo mileísta ni en la improvisación criolla que nos devolvió a este punto de partida? 

La lección que deja este espejo andino es incómoda pero necesaria: ni Perú ni Argentina encontraron el equilibrio, pero la única salida sostenible exige justamente instituciones políticas capaces de acompañar la estabilidad macro y una estabilidad macro capaz de sostener un proyecto democrático que mejore progresivamente la calidad de vida de la población. Lo demás, como ya aprendimos demasiadas veces, es repetir la misma historia con distintos protagonistas.

Producción de texto e imágenes: Facundo Maceira

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