Francisco y la radicalidad del amor sin cálculos
El Sumo Pontífice que acaba de fallecer “desafió al mundo moderno no pidiéndole más eficiencia o más productividad, sino más misericordia”, dice el autor. Y desarrolla porqué ese cristianismo que propuso Jorge Bergoglio es el más exigente.
Francisco desafió al mundo moderno no pidiéndole más eficiencia o más productividad, sino más misericordia. Y desafió también a su propia Iglesia, recordándole que, si no estaba al servicio del dolor humano, no era más que un eco vacío.
Su proyecto no era simplemente pastoral; era existencial. Reinstaló en el centro del debate público una noción olvidada: que la verdadera grandeza no se mide en la coherencia de los sistemas, sino en la capacidad de descender al barro de la historia, allí donde la vida humana late con toda su fragilidad, su impureza y su esperanza.
Francisco predicó con gestos más que con documentos. Prefería una Iglesia accidentada a una Iglesia encerrada. Prefería equivocarse caminando junto a los últimos que tener razón permaneciendo lejos de ellos.
Esta radicalidad, profundamente evangélica, fue y seguirá siendo incómoda. No solo para sectores conservadores dentro de la Iglesia, sino también para un mundo moderno que, detrás de su retórica de derechos y libertades, todavía mira con desconfianza a quienes practican el amor sin pedir credenciales, sin exigir méritos, sin discriminar por pureza.
Francisco entendió que, a veces, la ley puede volverse un escudo contra la Gracia. Que las instituciones, si no se revisan constantemente, tienden a blindarse contra el soplo imprevisible del Espíritu. Que el poder, incluso en sus formas religiosas, corre el riesgo permanente de traicionar su misión esencial: ser servidor de la vida.
Su muerte, por eso, no es simplemente una ocasión de duelo. Es una provocación. Nos enfrenta a la tentación de domesticar su legado, de reducirlo a frases hechas, de usarlo como ícono inofensivo mientras se restauran viejos modos de exclusión, de juicio, de cálculo.
Porque lo que Francisco encarnó no puede ser encerrado en liturgias cuidadas ni en ceremonias de homenaje. Su figura apunta a algo mucho más disruptivo: a la necesidad de un cristianismo —y de una humanidad— que se atreva a amar sin medida, sin seguridades, sin condiciones previas.
Hoy muchos preguntan quién será su sucesor. Pero la verdadera pregunta no es esa. La verdadera pregunta es si cada uno de nosotros —en nuestras iglesias, en nuestros trabajos, en nuestras vidas cotidianas— tendrá el coraje de continuar esa obra de hospitalidad radical. Si la Iglesia —y más aún, el mundo— será capaz de seguir siendo un hospital de campaña, o si preferirá refugiarse en los museos de la corrección moral.
Francisco nos recordó, una y otra vez, que lo contrario del amor no es el odio: es el miedo. Miedo a perder seguridades. Miedo a contaminarse con la fragilidad ajena. Miedo a reconocer nuestra propia necesidad de ser amados más allá de nuestros méritos.
Hoy, cuando su figura comienza a ser absorbida por el mármol de la historia, la verdadera fidelidad a su memoria no estará en repetir sus gestos ni en citar sus frases. Estará en encarnar el riesgo que él asumió: vivir en una apertura constante, dejarse herir por el dolor del otro, construir puentes donde el instinto natural es levantar muros.
El cristianismo que Francisco nos propuso no fue uno más cómodo o más liberal. Fue infinitamente más exigente. Nos llamó a un amor sin cálculos, que no mide consecuencias, que no garantiza réditos, que simplemente se da.
Esa es, quizá, la herencia más difícil de aceptar y de vivir. Pero también la más urgente.
Después de Francisco, no hay excusas. Sabemos, ahora, cuál es el camino. Y no pasa por la ley. Lo que deja no es una doctrina para custodiar, sino una herida para no cerrar.
*Presidente de la Unión de Emprendedores de la República Argentina
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