La derrota de la locura
La democracia argentina, tantas veces dada por muerta, tantas veces despreciada, todavía sabe defenderse. Y no de la mano de iluminados, sino del voto de cientos de miles que, con paciencia y sentido común, decidieron que ya era suficiente de cosplay anarco-capitalista.
La derrota humillante del mileísmo es, sin exagerar, una de las escenas más felices en este tiempo oscuro. Una alegría que no necesita gritos ni proclamas exaltadas: alcanza con esa mezcla de estupor y balbuceo que suele acompañar a los derrotados cuando descubren que no eran la voz del pueblo sino apenas un streaming de mala calidad conducido por energúmenos brutos y autoritarios.
Los fascistas criollos y sus aliados sin vergüenzas ni pudores estaban convencidos de haber encontrado la fórmula para domesticar a la democracia. La trataban como a una mascota: con látigo, con un programa económico irresponsable e insostenible mientras la mantuvieron encerrada bajo el candado del odio y la posverdad. Pero la criatura se les volvió salvaje y, como en toda fábula con moraleja, mordió la mano de sus presuntos amos.
El mileísmo, con sus exabruptos de púber tardío, nos quiso convencer de que el grito era argumento y que el insulto era doctrina. El PRO, por su parte, jugó a las escondidas con su identidad hasta convertirse en la caricatura de sí mismo: el partido que alguna vez prometió eficiencia terminó deglutido por el frenesí de la motosierra y la gramática del odio antikirchnerista. El resultado electoral fue, entonces, más que un fracaso: un sincericidio colectivo.
El PRO se dejó arrastrar como el tío vergonzante de la fiesta, ese que intenta seguirle el ritmo a los veinteañeros y termina en ridículo. Quienes alguna vez prometieron modernidad y gestión terminaron mendigando un lugar en la selfie del libertario en jefe. El resultado fue acorde: la foto salió movida, con ellos de fondo y la derrota en primer plano.
Corresponde felicitar a Axel Kicillof y a Fuerza Patria, pero sobre todo a los ciudadanos bonaerensers. No solo porque detuvieron una avanzada peligrosa, sino porque demostraron que en este país todavía hay reflejos democráticos. La democracia argentina, tantas veces dada por muerta, tantas veces despreciada, todavía sabe defenderse. Y no de la mano de iluminados, sino del voto de cientos de miles que, con paciencia y sentido común, decidieron que ya era suficiente de cosplay anarco-capitalista.
Quedan los otros. Los oportunistas, los acomodaticios, los que se presentan como “adultos en la sala” mientras alquilan sus convicciones al mejor postor. Esa fauna melancólica del cinismo, siempre dispuesta a justificar el último volantazo. A ellos les vendría bien recuperar algo tan básico como la vergüenza. No la vergüenza de perder –perder es parte del juego– sino la de haberse arrastrado con tanta elegancia, de haberse prestado a tanto cambalache moral. Un gesto sencillo les bastaría: pedir disculpas. Reconocer que se equivocaron. Admitir que confundieron coraje con obsecuencia y pragmatismo con servilismo.
Algunos seguirán hablando de conspiraciones. Otros, de campañas sucias o de la maldad de los medios. Es la coartada habitual del derrotado que no quiere aceptar su responsabilidad. Pero el hecho es sencillo: perdieron porque subestimaron al votante. Porque creyeron que podían gobernar desde las redes sociales, porque confundieron humor con crueldad, espectáculo con gestión y circo con república. La vida sigue, claro. Y lo hace con una noticia alentadora: la Argentina, a pesar de su hartazgo y sus crisis, no se resigna a regalarle las llaves a los mercaderes de odio. La democracia, que parecía asfixiada, respiró de nuevo. Esa bocanada de aire fresco no garantiza el futuro, pero ofrece una certeza: no todo está perdido. Que se entienda bien: se trata de una derrota electoral, pero también de un pequeño triunfo moral.
Los farsantes tendrán tiempo para rumiar su fracaso. Nosotros, mientras tanto, tenemos derecho a una sonrisa. En medio de tanta oscuridad, la risa, aunque sea un poco cruel, es un acto de justicia.
Pablo Avelluto es editor, escritor, periodista ex secretario de Cultura de La Nación
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