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La libertad según Milei: un Frankenstein de obediencia, dogma y represión sexual

Milei en acto de Moreno Foto: NA

Ya en Lo impensable: el curioso caso de liberales mutando al fascismo (2018), el autor argentino José Benegas había anticipado la transformación del llamado “movimiento de las ideas de la libertad”: un entramado de fundaciones financiadas por donantes trumpistas y redes católicas y evangélicas que, en nombre de un supuesto “liberalismo”, construyó un catecismo religioso, con culto a la personalidad y discursos de odio. El mileísmo es, para Benegas, la versión más grotesca de esa mutación.

En El evangelio según Javier (Galerna, 2025), Benegas logra desnudar los relatos que sostienen al mileísmo y a la nueva derecha global, mostrando la distancia entre sus promesas de “libertad” y la realidad de un proyecto de obediencia, puritanismo y doble moral. Define el supuesto “liberalismo” de Milei como un liberalismo en una caja de zapatos: cerrado, dogmático y vacío de libertad. Además, expone cómo ese falso liberalismo terminó siendo la máscara de una ideología moralista cuyo verdadero proyecto es la construcción de una teocracia. El eje para entender al mileísmo estaría en su ensalada extraña de discursos y en la manipulación de ideas y conceptos. 

Un horizonte de mucha incertidumbre

Benegas explica que el proyecto ideológico de Milei se construye como una cebolla, con capas superpuestas que ocultan su verdadero eje. Las primeras capas son económicas: la dolarización, la eliminación del banco central y un discurso radical contra la gestión fiscal tradicional. Sobre estas se suman consignas culturales: la lucha contra lo que llaman “marxismo cultural” o “ideología de género”. Finalmente, se alza la bandera de la “libertad de expresión”, utilizada para justificar agresiones y convertir al agresor en víctima. A esto, vale aclarar, se le suma el aparato de coimas y corrupción que  envuelve al aparato mileísta.

Un liberalismo de mentirita 

Benegas señala que, de un día para el otro, dentro de los círculos liberales comenzó a difundirse una campaña de segregación religiosa que, aunque no se nombraba como tal, se expresaba en usar etiquetas como “liberprogre”, “marxista cultural”, “zurdo” o “radicalizado”. Lo explica así: “ese liberalismo, hasta entonces secular, se convirtió en un nido de nuevas figuras. La tolerancia y el respeto hacia las minorías pasó a ser  comunista. Quejarse de actitudes racistas, apoyar el feminismo en su lucha contra el abuso sexual o estar a favor del aborto, todo se había originado, más o menos, en el Manifiesto Comunista. Usando el eslogan del ‘respeto irrestricto por el proyecto de vida del prójimo’, armaron la versión argentina del fascismo trumpista, pero se siguieron llamando ‘liberales’ y, además, decían ser los únicos”.

El liberalismo del que habla Milei es una “cruzada contra la modernidad”, reducido a “que todo el mundo haga lo que quiera mientras no me lo haga pagar”, que, en realidad, agrega Benegas, significa “que todo el mundo haga lo que yo quiero”. El falaz argumento del gasto público funciona como excusa para imponer la batalla cultural —una verdadera inquisición— y empujar a la sociedad hacia “las costumbres y los parámetros de la década del 50” (que ni siquiera ellos mismos cumplen). Así, colegios cardenalicios custodian, bendicen y condenan en nombre de un extraño liberalismo, y determinan de cuánta libertad se puede hablar, cuándo y a favor o en contra de quién.

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Este “liberalismo” es un Frankenstein, un engendro que, según Benegas, hubiera merecido la condena de los pensadores considerados fundantes.  Incluso se puede observar en el caso de Ayn Rand, referencia obligada de muchos libertarios: ella fue una de las primeras en rechazar públicamente el giro reaccionario de la derecha estadounidense, especialmente en su versión religiosa. Su enfrentamiento con la llamada “mayoría moral” que acompañó a Reagan fue categórico; ver a supuestos defensores del libre mercado abrazando cruzadas morales la llenaba de desprecio en los años 80.  Hoy, seguramente, se estaría revolviendo en su tumba.

Muchos seguidores de la filósofa Ayn Rand, como remarca Benegas, se convirtieron en “admiradores de místicos a los que la autora aborrecía” —y lo han hecho en su nombre—, y “convirtieron su tesis sobre la realidad en una forma de negarla”. El gran problema, señala, está en cómo estos randianos extraños están “entendiendo la cuestión de la realidad en su autora favorita”. Muchos de estos randianos se abrazan ciegamente a la nueva derecha y desarrollan un odio y una obsesión patológica por las personas trans y los estudios de género. Así lo rebate Benegas: “Los estudios de género no están diciendo que ‘A no sea A’, están explicando A con mayor profundidad. De la misma manera que Newton no violaba la ley de identidad porque se apartaba de la idea de gravedad de Aristóteles o Ptolomeo. Respetar la supremacía de la realidad es estar dispuesto a quitarse los velos de encima para abrazarla con valor y, sobre todo, a estudiar mínimamente lo que se critica. Lo que al final terminan por demostrar (...) enarbolando la pureza randiana y su apego a la realidad para combatir la diversidad de género, es su resistencia a conocer más sobre la realidad bajo una noción de un conocimiento inmutable y eterno que solo se puede encontrar en las matemáticas. Eso no tiene nada que ver con ciencia, es dogma, pero la peor clase de dogma porque se viste de ciencia. Estos randianos denotan una vagancia intelectual dolosa, un deseo de mantener un conservadurismo de las costumbres que es escandaloso para quien se jacta de ser muy racional”.

Lo importante, insiste, es reconocerlos más allá de las máscaras, porque el papel del “liberalismo” en esta historia no es el de una doctrina, sino el de  un disfraz. Milei encarna, así, a un candidato de la derecha insurreccional envuelto en un lenguaje liberal. El presidente más “pro mercado de la historia”, dice, tuvo que ser rescatado por el Fondo Monetario Internacional. 

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La masculinidad frágil y la represión sexual del mileísmo

Otro aspecto que agrega es lo sospechoso del exceso de masculinidad performática en todo el espectro mileísta. En otras palabras, explica Benegas, cuando hay que gritar tanto, a menudo se busca ocultar una carencia. Acá destaca que uno de los mayores consensos falsos sobre los que reposa esta cruzada de la nueva derecha es el aborto, puesto que se presentan como defensores de la vida, pero su motivación real no es la compasión, sino el control: “no luchan por los niños por nacer, sino por la autoridad sobre el deseo. Por eso se oponen también a la educación sexual, a los métodos anticonceptivos y al sexo libre. Les interesa más el castigo que la vida. La obsesión contemporánea con el aborto acompaña la necesidad de disciplinar el sexo. Primero se condenó el placer, después los medios que lo liberaban. Por eso también se opusieron a la pastilla anticonceptiva. Si realmente se tratara de cuidar la vida se indignarían por los niños ya nacidos que sufren abandono, abuso o maltrato bajo la autoridad paternal. Pero esos niños no importan. Lo que importa es mantener el mando sobre la sexualidad, sobre la autonomía, sobre la libertad”.

Benegas explica que la homofobia de la nueva derecha funciona como una estrategia precaria pero ampliamente difundida para reafirmar una masculinidad supremacista. No se trata solo de odio; la homofobia opera como un mecanismo de sujeción identitaria, un recurso que pretende sostener la idea de lo masculino y, al mismo tiempo, desnuda su fragilidad estructural. La represión sexual dentro del proyecto mileísta es otro punto que el autor subraya, citando incluso al psicoanalista Wilhelm Reich y su teoría sobre la conexión entre represión sexual y sumisión política, una clave que, según Benegas, ayuda a entender buena parte del embrollo en el que estamos. Lo formula de este modo: “Reich entendió que el autoritarismo no nace en la contienda política, sino mucho antes: en lo más íntimo, en el uso del cuerpo. Antes del Estado autoritario hay una instancia decisiva, y comienza cuando el deseo se reprime, cuando el placer se castiga en la familia, cuando se aprende que obedecer es más seguro que sentir. Así se forja una personalidad sometida, dispuesta a entregar su libertad a cambio de protección. La represión del deseo no es meramente moral, sino una tecnología de control. El fascismo encuentra ahí su caldo de cultivo. Ofrece un orden moral que compensa el desorden interno generado por el deseo negado. Por eso no necesita convencer, sino movilizar afectos, miedo, odio, vergüenza, admiración por la fuerza. En ese marco, el odio a las minorías sexuales no  s un desvío del fascismo hacia un nuevo objeto de odio; es su núcleo emocional, porque el gay visible, la persona trans que habla o la feminidad que no pide permiso, desestabilizan el relato moral del orden de la familia de lo normal con su sola existencia, ponen en evidencia que la represión no es natural, sino política, y eso, para el fascismo, es intolerable”. 

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Esta nueva derecha está obsesionada con cuestiones relacionadas a los estudios de género porque “esa es la libertad más moderna, la que tiene más fuerza y la que ofrece más oportunidades para despertar miedos”, explica Benegas. Sin su ansiedad ante el mundo queer, el mileísmo no sería lo que es: “Con una obsesión digna de una adolescencia tardía y anacrónica, el diálogo de Milei, sus streamers y tuiteros, está cargado de gritos al mundo acerca de que no son homosexuales, mediante el recurso de las ridiculización, el chiste y el ataque. Llevan ese cartel de que no son homosexuales tatuado en la frente, y lo recuerdan sin que nadie se lo pregunte. El mileismo es, en espiritu, el proyecto de la represión sexual. El motor de su batalla cultural es ese. La huella de la represión es fuerte en ellos. Hay verdades que duelen y por eso se las persigue. El homófobo es siempre un reprimido sexual y, como tal, un gran capital para el fascismo. Lo reprimido siempre se delata por su insistencia. Nadie habla tanto del sexo de los otros si no está atrapado en su propia cárcel. Nadie necesita reafirmar tanto su masculinidad si no teme perderla o sabe que es sólo impostada. Nadie ridiculiza tanto a los ‘anormales’ si no sospecha en el fondo que la norma lo encierra a él también; tal vez por eso Milei necesita tanto hablar de la sexualidad ajena: no para resolverlas, sino para evitar mirarse. Por eso esclaviza; por ser esclavo”.

El conocimiento generado por los estudios de género, explica el autor, convoca a una “nueva Ilustración”, y no se puede entender el conflicto ideológico contemporáneo sin ver lo que el género desordena. Muchos piensan que el género es algo secundario o una moda, pero en realidad es el punto donde chocan con más fuerza la cultura, el poder y la moral. Y lo irónico es que quienes lo niegan son justamente los que más confirman su importancia. 

Destruir al indeseable

Los fascismos más relevantes del siglo XX compartían la idea de que la sociedad estaba en decadencia y que tenían el mandato de salvarla de supuestos enemigos existenciales: los migrantes, el feminismo, el divorcio, los homosexuales, quienes se oponían a la segregación, etcétera. Esa misma lógica se replica hoy. La nueva derecha, al igual que los fascismos del siglo pasado, traza categorías entre la gente aceptada y la indeseable, con el objetivo de destruir a quienes repudian. 

El papel de las teorías conspirativas refuerza el objetivo de este modelo: al presentarse como una batalla épica contra una supuesta conspiración que  transformaría a la sociedad en algo que rechazan, encuentran la justificación para sostener que el fin justifica los medios. Por eso, las nuevas derechas —señala Benegas— no hablan de instaurar una policía de las costumbres, sino de liberar a la gente de distintas “dictaduras”: la de “lo políticamente correcto” o la de un supuesto “lobby gay o trans”. Con ello comienza la construcción de hogueras simbólicas. Buscan silenciar toda crítica mediante la intimidación, que tramposamente presentan como “defensa de la libertad de expresión”, y lanzan ataques personales en grupo, “odiando al periodismo como defensa de la verdad”. De este modo, solo ciertas ideas quedarían amparadas bajo esa supuesta libertad de expresión: “el racismo, la homofobia, la xenofobia o la negación de hechos científicamente comprobados, como la sexualidad o la inexistencia de razas humanas”. 

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En cambio, sostiene, todo lo que se opone a estas posturas es etiquetado como “woke”, como una “imposición cultural” o, con una frecuencia ya agotadora, como “gasto público innecesario”. Ese razonamiento se condensa en el mantra de un liberalismo mal entendido: “que cada uno haga lo que quiera mientras no me lo haga pagar”. Lo curioso, señala Benegas, es que “en términos fiscales, el Estado históricamente ha premiado el matrimonio y la reproducción; es decir, ciertos proyectos de vida heteronormativos a través de beneficios tributarios”.

En resumidas cuentas, agrega, el “liberalismo” según Milei es que se pueda legitimar toda forma de odio grupal, pero no predicar la convivencia y la diversidad, porque tal cosa tiene una intención “progresista” y se convierte en “una forma de comunismo”. Así lo resume: “el liberalismo es atacar a los woke y antiliberalismo cuestionar al profeta. Comunismo es la idea del desapego de las normas de género, de la posibilidad de autodefinirse y elegir formas propias de relación, el mero hecho de pensar en las injusticias raciales del presente o del pasado, o no reconocer la autoridad de religión alguna por encima del rublo. Ese ‘comunismo’ se parece bastante al liberalismo de toda la vida como para ignorarlo. El conservadurismo en su versión original,  que llamaba apostasía al liberalismo, es idéntico al liberalismo pasado por el tamiz de la nueva derecha. No defienden la tradición, la instrumentalizan; no son cristianos, usan la cruz como estandarte mientras predican el odio; no son liberales, dicen ‘libertad’ mientras cultivan el culto de la autoridad. El problema no es solo lo que hacen, sino lo que falsifican para hacerlo”.

Buscando al culpable

El último punto que aborda es el del concepto “woke”, un término que incluso defiendo y reivindico. Algunos lo señalan como responsable del surgimiento de liderazgos autoritarios como los de la nueva derecha. Según esta mirada, el progresismo habría ido demasiado lejos con debates sobre género, identidades o la “cancelación” de expresiones transfóbicas, racistas y homofóbicas. En esa lógica, si todas esas “cosas posmodernas” no hubieran existido, tampoco habrían aparecido los fanatismos agresivos y restauradores de derechas. Como si la receta para evitar a los Trump o a los Milei fuera, en realidad, dormirse y quedarse callado.

Ser “woke” significa estar alerta frente a las injusticias del pasado y del presente: estar despiertos. Para la nueva derecha, esto es un pecado. El término “woke” no es un insulto, sino la designación de una evolución moral, señala Benegas. La pregunta que plantea es sencilla: ¿por qué una sociedad libre se debilitaría en lugar de fortalecerse al mantenerse atenta a las injusticias? Todo parecería más “tranquilo” si no surgieran estas “molestas ideas progresistas” que nos invitan a tratar a las personas como seres humanos: “En lugar de detenernos en cómo se sienten censurados o cancelados  quienes insisten en hablar como siempre, como si el tiempo no pasara y el lenguaje no tuviera consecuencias, valdría la pena detenerse primero en la justicia que puede haber en la queja o en la mirada que etiquetan de ‘woke’. Muchos de esos que hoy se lamentan de que ‘ya no se puede hacer chistes de nada’ no es que hayan sido silenciados, es que, por primera vez, alguien les pidió que pensaran a quién lastiman. Lo que llaman censura puede ser en realidad el inicio de una conversación más justa y honesta”.

El mileísmo parece moverse con esta lógica: “Nos amenazan quienes no se dejan amenazar”. Repetidamente afirman que buscan “rescatar los valores de Occidente”, pero... ¿de qué Occidente hablan? Sin dudas, se refieren al de la Edad Media, con sus inquisiciones, o al de los años 50 del siglo XX. Benegas subraya que el “Occidente exitoso, el que vale la pena rescatar como evolución hacia la modernidad, es el que duda,  el que despierta, el que mira con curiosidad, el que se preocupa por el bienestar de quienes están fuera de la épica del poder, el que valora la creatividad y la comprensión”. El 
conservadurismo antiguo, al igual que la nueva derecha hoy, estaba enfrentado al “wokismo” que representaron el Renacimiento, la Ilustración, la  ciencia, la tolerancia, la democracia, el feminismo y las ideas queer. La idea de libertad para el mileísmo “es una libertad que se siente amenazada por la libertad de los otros; cuanto más miedo hay al futuro, más fuerte late la tentación de entregarse a una verdad revelada, aunque venga con látigo”.

El cierre de su nueva obra deja varias reflexiones, pero hay tres que destacan. Primero, nos obliga a preguntarnos cuánto de esto podría haberse evitado con una educación sexual integral a tiempo, ya que el avance de la nueva derecha es una consecuencia clara de su ausencia. Segundo, muestra cómo la población ha sido inyectada con la idea de que “los diferentes quieren su plata y persiguen a sus familias”, y que difícilmente se  apostará por otra cosa mientras no surja un discurso alternativo. Y, por último, que urge generar otra energía emancipatoria, no una cruzada más: “es necesaria una civilización civilizada más allá de la retórica, donde nadie tenga que ganar una batalla para vivir”.