Un mayor escrutinio de los reguladores antimonopolio representa una amenaza significativa para las compañías tecnológicas más grandes. Eso es lo que parece creer el mercado: Alphabet Inc., Apple Inc., Amazon.com Inc. y Facebook Inc. perdieron valor el lunes, probablemente por la expectativa de que todas tengan al menos algunas características monopolistas a las que las recientemente vigilantes autoridades puedan tirarles las riendas.
Pero hay que tener en cuenta que hay una gran diferencia entre el hecho de que la administración del presidente Donald Trump aumente la regulación y la amenaza existencial de la división. Esta es la manera de pensar en esa diferencia.
Bajo la ley antimonopolio actual, las grandes compañías tecnológicas no serán divididas. No obstante, si los reguladores y las cortes deciden reimaginar una ley antimonopolio, el riesgo de división crece estrepitosamente.
Para entender la distinción, hay que tener en cuenta que la ley antimonopolio, como la interpretan las cortes hoy en día, no prohíbe ser un monopolio. El sitio web de la Comisión Federal de Comercio dice que "no es ilegal que una compañía tenga un monopolio, que cobre "precios altos" o que intente alcanzar una posición de monopolio valiéndose de métodos agresivos".
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Por esa razón, una compañía que disfruta las ventajas proporcionadas por una "fosa económica" —para usar la popular frase de Warren Buffet— no necesariamente viola la ley. Una fosa es una barrera para la competencia. Como argumentan convincentemente Jonathan Tepper y Denise Hearn en su reciente libro "The Myth of Capitalism" (El mito del capitalismo), un tema consistente en el patrón de inversión de Buffet es una preferencia por las compañías que no enfrentan una amplia competencia, dado que son monopolios, duopolios u oligopolios.
Tepper y Hearn creen que esos monopolios son malos para el capitalismo. No obstante, su visión no está incorporada en la ley estadounidense. Es por eso que la estrategia de Buffet (como ellos la describen) es tanto legal como exitosa.
Las compañías pueden aprovechar legalmente las ventajas de una posición de monopolio, siempre y cuando no se involucren en lo que la ley llama "comportamiento anticompetitivo".
Esos comportamientos incluyen poner precios artificialmente bajos a los productos para sacar a la competencia y luego subirlos; forzar acuerdos o sociedades de suministro exclusivos; o unir dos o más productos para la venta a fin de obtener una ventaja injusta sobre el producto de un competidor.
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En la práctica, por tanto, los reguladores del gobierno tienen que observar los comportamientos monopolistas y descifrar si en realidad están causando un daño económico en el mundo real.
La Ley Sherman, el principal estatuto federal antimonopolio, no explica por sí misma cuáles comportamientos específicos deberían contar.
En consecuencia, la teoría académica del propósito de la ley antimonopolio tiene un rol enorme para determinar las acciones de los reguladores.
Por casi 40 años, la teoría dominante sobre lo que debería considerarse una violación antimonopolio se ha basado en una teoría económica asociada con la Universidad de Chicago y articulada por los profesores y jueces Robert Bork y Richard Posner.
La esencia de la teoría de Chicago es que deberíamos medir la presencia de comportamiento anticompetitivo determinando si los consumidores se han visto perjudicados. En vez de proteger a la competencia de la compañía, la ley debería proteger a los consumidores. Si los consumidores no se ven perjudicados, o incluso se les está ayudando, la conducta debe considerarse legal.
Es evidente por qué esta teoría ha tenido tanto éxito. Es simple y elegante, y resuena con la filosofía del utilitarismo. La teoría orientada hacia el consumidor supuestamente representa el objetivo de proporcionar el mayor bienestar a la mayor cantidad de personas. La idea implícita es que las compañías competidoras no tienen intereses jurídicos; las personas sí.
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Mientras los principios antimonopolio influenciados por Chicago continúen prevaleciendo, es muy improbable que las grandes compañías tecnológicas tengan que dividirse. Después de todo, han alcanzado sus actuales posiciones dominantes en el mercado bajo la legislación existente. Sus abogados y sus estrategas han desarrollado su crecimiento y han monitoreado su comportamiento interno en concordancia con la lógica de Chicago.
Por supuesto, las grandes compañías con buenos abogados a veces pueden violar la ley antimonopolio. No es del todo irracional que el mercado piense que una aplicación más estricta de la ley le cueste a las compañías algunas ganancias.
Sin embargo, la única manera en que podría surgir una amenaza más grande para las compañías tecnológicas es si los reguladores en las cortes empiezan a adoptar teorías antimonopolio más agresivas, teorías más antiguas que cuando la ortodoxia de Chicago se hizo dominante.
Hay rumores políticos y pensamiento académico emergente que apuntan en esa dirección. La Senadora de Massachusetts Elizabeth Warren ha pedido un nuevo enfoque antimonopolio, y otro candidato presidencial demócrata ha repetido su llamado. El profesor de derecho de la Universidad de Columbia Tim Wu publicó un manifiesto, "The Curse of Bigness" (La maldición de la grandeza), en el que defiende el abandono del enfoque de Chicago. Una nota de Lina Khan en Yale Law Journal que argumenta en contra del estándar del bienestar del consumidor como existe en la actualidad ha obtenido más atención que cualquier escrito estudiantil en mucho más que una generación.
Hasta ahora, sin embargo, el movimiento para cambiar la ley antimonopolio no ha proporcionado ninguna teoría completa sobre cómo deberían ser los nuevos criterios. Hasta que eso ocurra, la amenaza existencial de división no es particularmente apremiante.