Quienes siguen lo que sucede en Argentina desde el exterior a través de las versiones digitales de los diarios no pueden no representarse un país al borde de su desintegración: “La pandemia es el Gobierno”. “El Gobierno no tiene planes, no tiene ideas, no tiene idea”. “El ‘método Fernández’ en su hora más crítica”. “El cuarto kirchnerismo ahonda su dinámica autodestructiva” son títulos de las ediciones de ayer y antes de ayer del diario La Nación, donde el columnista Sergio Berensztein, bajo el último título de los mencionados, escribió sobre Cristina Kirchner: “Su obsesión por la venganza y hacer tabula rasa de la penosa historia de cleptocracia y abuso de poder que ella misma había protagonizado se combinan con un gobierno improvisado, obcecado e inepto que precipita una nueva crisis sistémica cuyo desenlace puede derivar en escenarios aún mucho más dolorosos”.
Fantasmas bonaerenses habitan las mentes de dirigentes nacionales y provinciales con final incierto
Paralelamente, el ex presidente Duhalde, ya sin la excusa de un “flash psicótico”, dijo el jueves que “Alberto Fernández está ‘grogui’, como De la Rúa”. Y al día siguiente el gobernador que sustituyó a Duhalde al frente de la provincia de Buenos Aires, Carlos Ruckauf, dijo que Duhalde “desea” que Alberto Fernández “se deshaga políticamente” de Cristina, “seguramente usó un término boxístico para decir que Fernández no va a pegar la trompada que a él le gustaría que pegue”.
En sentido inverso, le adjudican a Berni tener pruebas de contactos entre miembros y ex miembros de la Policía Bonaerense que fogonearon la protesta policial con intendentes peronistas del Conurbano que también habrían promovido la revuelta en sus casos para desestabilizar a Kicillof, a quien no aguantarían más como gobernador. Ponen como ejemplo que el policía que teatralmente se trepó a una antena durante la protesta amenazando con tirarse si no le subían el sueldo sería “un puntero de Verónica Magario”, la vicegobernadora que tendría que suceder a Kicillof. Y, peor aún, también habría algún tipo de evidencias de contactos entre esos intendentes y el gobierno nacional, al que le asignan parte de las mismas intenciones.
Todo este culebrón para construir alguna forma de verosimilitud se asienta en fantasmas del pasado, cuando había “barones del Conurbano” y Duhalde se hizo el hombre fuerte del peronismo por controlar el distrito bonaerense. Siempre fue la provincia de Buenos Aires territorio de conflicto nacional; siendo Duhalde gobernador y disputándole el liderazgo a Menem, quien aspiraba a ser reelecto por segunda vez anulando la aspiración presidencial de Duhalde, se produjo el asesinato del fotógrafo José Luis Cabezas, y al enterarse, Duhalde dijo: “Me tiraron un muerto” (sic), asignándole al menemismo la intención de complicar su candidatura presidencial con una tragedia que involucraba a la Policía Bonaerense, bautizada como “Maldita policía” en una célebre tapa de la revista Noticias con foto del jefe de la Bonaerense hecha por José Luis Cabezas.
Luego vino Néstor Kirchner, quien disolvió el poder de los gobernadores pasando a establecer una línea directa con los intendentes del (cada vez más infinito) Conurbano, puenteando al gobernador de turno, primero Felipe Solá, después Scioli, licuando hasta la insignificancia el poder de Duhalde. Sobre esa base histórica presumen que Alberto Fernández está tratando de hacer lo mismo con los intendentes peronistas actuales.
Quienes acreditan en estas versiones, el apodo que le colocan a Alberto Fernández es “Alverso” para indicar que sería un “versero”, una persona a quien no habría que creerle lo que dice. Sospecha que obligaría a Alberto Fernández a sobreactuar posiciones más kirchneristas tratando de recomponer la condición de leal perdida: Vicentin, reforma judicial, telecomunicaciones como servicio público, o quitarle a Rodríguez Larreta coparticipación de forma intempestiva.
El domingo pasado Juan Grabois explicó en este diario que la coalición gobernante se mantendría unida en la medida en que Alberto Fernández cumpla el papel de ser el cemento entre los ladrillos, el que una a las partes: peronismo tradicional, kirchnerismo y massismo. Pero que si Alberto Fernández se convertía en una parte y no en el soldador de las partes preexistentes, el edificio se quebraría por falta de una amalgama.
El debate alrededor de la meritocracia es otro de los conflictos en los cuales no tendría lógica que el Presidente ingrese si no tuviera un objetivo no manifiesto. Resulta casi imposible de pensar que el Presidente, orgulloso hijo de un juez, no crea en el valor moralmente estructurante del mérito. Ni que como profesor de Derecho, al relativizar la valoración del mérito, no haya pensado en “la posición originaria” descripta por John Rawls, uno de los más prominentes filósofos del derecho del siglo XX, autor del canónico “Teoría de la justicia” y profesor de la Universidad de Harvard, para quien un sistema con igualdad de oportunidades no alcanzaba para que se consideren justos los mejores resultados que obtuvieran los más talentosos o fuertes por sus propios méritos. Y para resolverlo, anulando las contingencias de haber nacido en un hogar rico o pobre, haber nacido dotado de muchas o pocas capacidades, propuso como sociedad justa aquella que fuera aceptada por todos bajo “el velo de la ignorancia” en la hipotética situación de elegir el sistema social sin saber si a uno le tocará ser fuerte o débil, inteligente o limitado, heredero de una fortuna o de pesares. Así, sin saberlo, las personas tenderían a elegir un sistema balanceado donde en alguna proporción se premie el mérito al mismo tiempo que la discriminación positiva de los menos dotados.
Apodos que buscan retratar quién es el verdadero Fernández: desde un Albertín UCR hasta un Alverso PJ
En los ámbitos académicos en ciencias sociales nadie defendería la absolutización del mérito, pero tampoco nadie negaría el efecto socialmente ordenador que tiene la noción de mérito en la vida práctica de las personas.
Alberto Fernández sabe que cuestiones académicas vulgarizadas al nivel de la polémica cotidiana pueden interpretarse equivocadamente y generar costos. Costos que en este caso podrían justificarse si satisficieran al ala kirchnerista de la coalición gobernante. Pero con un fin abierto: ¿Sumisión? ¿Mimetización? O ¿Alverso?