Ahora que las vacunas ya están siendo preparadas para su distribución y aplicación, es un momento para reflexionar cual es el futuro que se está diseñando para cuando la pandemia haya perdido, al menos, una gravitación total sobre la vida cotidiana.
En un informe que publicó la revista Politico hace unos meses con la opinión del campo científico, universitario y mediático, todos coincidían en las virtudes y avances que se perfilaban desde las nuevas tecnologías y la red en virtud de la experiencia a la que la Covid-19 nos estaba exponiendo. En líneas generales, especialistas en salud mental se hablaba de la creación de nuevos tipos de comunidades y, en el plano de la salud, el descubrimiento, en el caso de Estados Unidos, de una asistencia médica, a la distancia, para aquellas consultas o dolencias que no merecen un encuentro físico.
Un mundo mejor. Aunque no son tan sencillas las cosas, al menos en términos globales. Hoy la brecha digital en Europa y los Estados Unidos es de un 15% pero en África, el 75% de sus habitantes no tiene acceso a la red.
Hasta aquí, esta realidad parece un problema periférico, pero John Gray, un filósofo de ciencia política de la London School of Economics, tiene noticas para aquello que algunos nostálgicos llaman todavía primer mundo. No le caben dudas a Gray que hay una población que accederá a mejoras no solo en términos económicos sino en la conquista de un poder mayor y un aumento del prestigio social. Sin ir más lejos los sectores sanitarios se encuentran con ventaja para exigir reconocimiento y mejores condiciones laborales. Pero advierte que, por ejemplo, aquello que se conoce como categorías del conocimiento sufrirán consecuencias muy traumáticas ya que las diferentes clases de automatización y el avance de la inteligencia artificial provocará –y esto es literal– «la eliminación de franjas enteras de empleo para la clase media». Una tendencia que está en marcha desde hace algunas décadas pero que se encuentra en una fase de aceleración que pone en serio riesgo la vida burguesa tal y como la conocemos.
No hay que ser demasiado perspicaz para sumar a esta visión las constantes económicas que agudizan las contradicciones actuales con el limitado margen de la acción política, la dilución o debilitamiento de los partidos tradicionales en Europa, el ascenso de una forma inédita de populismo desde la posguerra en países como Estados Unidos y el Reino Unido y una degradación general de la democracia. Es verdad que uno de los malestares de la democracia, como lo define el filósofo Daniel Innerarity, es la irrupción de una democracia compleja, que presenta nuevos problemas, una suma de diversidades y, por supuesto, la cuestión económica, que se expresa en una lucha de clases no ya en términos tradicionales sino en formas solapadas de nacionalismo y de disputa entre regiones. La polarización entre Manchester y Londres ante el Brexit tiene una raíz tan clara como el voto de Michigan y las ciudades de California en 2016, cuando por primera vez en décadas un republicano se alzó con el triunfo–justamente Trump–. El año pasado la BBC publicó cifras contundentes entre San Francisco y Detroit: en la ciudad californiana el 82% de los trabajadores de entre 25 y 54 años tienen empleo, en comparación con el 68% en Detroit; la tasa de pobreza de la primera es del 12,5%, la mitad que en la ciudad de Michigan. Más aún: los residentes de San Francisco disfrutan de una esperanza de vida de 82 años; la de los de Detroit es de 75. También las disputas de los independentistas catalanes frente al poder de Madrid, aunque quieran revestirlo de causas esencialistas, tienen un fondo económico.
El triunfo de Joe Biden no cambiará el rumbo de las cosas. Si bien es el presidente más votado de la historia con una cifra que supera los 80 millones de sufragios ante los 69 millones que obtuvo Obama en su primera elección, último record en unas generales americanas, Donald Trump ha obtenido nada menos que 74 millones y con su actitud rebelde alimenta emocionalmente cada uno de esos sufragios de cara al mediano p lazo.
Más aún: el sistema no se cambia, modula su manera de expresarse. Boris Johnson lo demostró al ser uno de los primeros –aliados de Trump– en saludar a Biden por su triunfo.
En Argentina no se deja de hablar de grieta. El mundo, en cambio, habla de brecha ante un apocalipsis soft pero pertinaz y, a todas luces, desintegrador.
*Escritor y periodista.