Sumergido en mi nueva adicción a mirar series (espero que se me pase pronto), apenas leí una cuarta parte de los Escritos fundamentales de Manny Farber, que Monte Hermoso acaba de publicar en una edición muy pensada y cuidada, que reúne sesenta textos del crítico de cine más desafiante de todos los tiempos. “Desafiante” es una palabra ambigua y aquí la uso para decir varias cosas. Una es que Farber desafía al lector, lo obliga a un ejercicio de alta gama para seguir un pensamiento intrincado, contradictorio y sinuoso que desemboca, de pronto, en afirmaciones contundentes. La tarea parece ardua al principio, pero se vuelve fascinante cuando se le empieza a encontrar la vuelta, o al menos eso cree uno. A mí el satori me llevó unos cuarenta años, desde que renuncié a entender el único libro traducido hasta ahora de Farber, el mítico Arte termita y arte elefante blanco que Anagrama publicó en 1974 y que contenía apenas diez de los sesenta textos de la de Monte Hermoso. Ahora se pueden llenar ciertas líneas de puntos de la carrera como crítico de Farber (ejercida entre 1942 y 1977 cuando se retiró para dedicarse a pintar, filmar y enseñar) necesarias para paliar el estado de iluminación esquiva que siembra el misterio de la escritura de Farber.
A la larga, ese misterio empieza a mostrarse como necesario por dos razones. La primera es que Farber no solo desafiaba al lector sino también a un enemigo poderoso, un sistema cinematográfico dedicado a producir obras maestras falsas y prestigiosas, simulacros de arte para consumo de críticos y espectadores refinados en el lugar común. Pero el desafío mayor era el que Farber se planteaba a sí mismo, es decir, la tarea de entender (parafraseando a André Bazin, que intentaba hacer lo mismo del otro lado del Atlántico) qué era eso del cine, ese arte joven, del que no se sabía si tenía un autor o muchos ni cómo había que abordarlo para extraerle sus secretos e incluso para ayudarlo a descubrir sus verdaderas posibilidades. Y Farber lo hacía cuando pocos lo intentaban: su escritura es la de alguien que se rompe la cabeza contra su objeto y se ve obligado a pensar y repensar contra sí mismo. Por eso es tan difícil y tan gratificante leerlo. Y por eso mismo es tan inútil glosarlo. Es cierto que un título como “Arte termita, arte elefante blanco”, así como otras expresiones acuñadas por Farber, son tan iluminadoras que parecen no requerir explicaciones. Pero como todo pensador profundo, su prosa termina siendo irreducible a conceptos aunque de ella se recuerden aforismos. Aunque fue muy influyente entre sus compatriotas (desafiar una opinión suya requería coraje, era cosa de guapos), Farber parecía precaverse contra imitadores y discípulos enhebrando detalles, avanzando como su icónica termita en todas direcciones, hacia conclusiones oscuras y provisorias.
Vuelvo a la serie que estoy viendo ahora, Bosch, basada en las novelas policiales de Michael Connelly. Es otra amalgama colectiva de talento y torpeza, de chispa y servidumbre, de pequeñas satisfacciones (el espacio de la maravillosa ciudad de Los Angeles), realidades abrumadoras (el papel de la burocracia en la vida moderna) y pedantes monsergas (sobre la culpa, la venganza, etcétera). Me quedo contento por haber escrito un párrafo farberiano. Mentira, mentira.