Ilustrada con una foto de activistas marchando en Madrid con una gran pancarta violeta que dice “Por la visibilidad y la información de la asexualidad. Asexuality.org”, una nota de la revista digital The Conversation, hace foco en las personas que optan por dejar la actividad sexual fuera de sus vidas. De entrada, se plantea lo propio de esta época: catalogar la experiencia sexual humana en plan base de datos, apostar a la nomenclatura, ese gesto que Slavoj Žižek define como un problema en el que “el sistema capitalista es capaz de neutralizar las reivindicaciones queer e integrarlas como modos de vida”.
Pese a tener el tono de una revista dominical, el artículo –también alineado a otro mandato de época, el de la falsa erudición que hace que a notas periodísticas o a soliloquios de youtubers de poca monta se les otorgue el ampuloso mote de “ensayo” o “videoensayo”– busca filiarse a la academia: “La sociología puede abordar muchas de las cuestiones que plantea la asexualidad. En primer lugar, aportando datos fiables sobre la población asexual, para preguntarse por qué hay más personas que se definen como asexuales en determinados círculos, determinados grupos de edad... y según su sexo. ¿Por qué hay más mujeres que hombres que se identifican como asexuales, por ejemplo? ¿Pueden los traumas sexuales crear a largo plazo una falta de interés por el deseo?”
Profuso en interrogantes de este tenor, es en cambio asertivo en la necesidad de dar paso a la visibilidad asexual, estudiándola. La presencia asexual en la literatura, por un lado, y en la celebridad, por otro, aportan aún más pinceladas de color con las que se matiza una lectura que prefiere la anécdota a los datos duros, aunque es terminante en su vocación pedagógica: “Cuando hojeamos nuestros libros de historia con el tema de la asexualidad en mente, nos damos cuenta fácilmente de que siempre ha habido personas que han vivido sin sexo. (…) ¿Sabía usted que Isabel I o Immanuel Kant permanecieron vírgenes hasta su muerte o que Franz Kafka nunca mostró interés por el sexo, mientras que Marilyn Monroe confesó su falta de placer al mantener relaciones sexuales? ¿O que la cuñada de Luis XIV, en sus cartas, hablaba de su virginidad recuperada gracias a la inactividad sexual?”.
Juana de Arco no es más que una mención al pasar que sólo sirve para lamentar que el texto desperdicie la oportunidad de hablar del celibato más rotundo que conoce el mundo occidental y que es, por supuesto, el impuesto por la Iglesia Católica. Incluso aunque se admite la posibilidad del trauma o la religión como factores determinantes en la sexualidad, prefiere enfatizar la relación entre asexualidad y libertad de le elección, haciendo pensar nuevamente en los razonamientos de Žižek que soslayan muchos de sus seguidores progresistas, o los de otros filósofos, como Nancy Fraser, quien advierte desde hace décadas sobre el neoliberalismo fagocitando demandas sociales mediante un lenguaje concentrado en la idea del beneficio: “Los estudios sobre la asexualidad pueden favorecer a las personas asexuales, al darles una mejor comprensión de sí mismas y ofrecerles grandes figuras con las que identificarse, así como una mayor visibilidad. ¿No tenemos todos algo que ganar con este cuestionamiento del deseo? ¿No puede el estudio de todas estas figuras ayudarnos a reconsiderar nuestra relación con el sexo y a liberarnos de las presiones sociales sobre acciones y representaciones vinculadas a la sexualidad?”. Cerca del final, la autora, Loup Belliard, presentada como doctora en literatura del siglo XIX y especialista en estudios de género, se entusiasma llevando su tema a tiempos más remotos: “La diosa griega Artemisa, los héroes de los romances cortesanos medievales o personajes famosos de novelas más modernas, como Jean Valjean en Los miserables, brillan por su ausencia de deseo o actividad sexual”.
Al terminar de leer, compruebo que la incitación a tomar el sexo como objeto de estudio, y no como la práctica de carácter más bien espontáneo que siempre me pareció, opera en mí como las clases de contabilidad del secundario, es decir, por la negativa. El deseo me parece, de golpe, una abstracción ininteligible. Al menos conmigo, Belliard logra algo sorprendente: por un rato me siento una persona asexual, como las que le gustan a ella.