Si fuera de esas personas que ven siempre el vaso medio lleno, diría algo optimista sobre las marchas. Siempre las veo porque vivo cerca del centro y participé de algunas, pero durante los últimos días se incumbieron conmigo de otras formas, tal vez más difíciles. En una sucursal del Banco Nación, una mano buceó por el bolsillo de mi campera hasta extraer el celular. Estaba absorta leyendo Hambre, de Knut Hamsun, en la parte en la que un periodista extremadamente pobre fantasea con salvarse gracias a un artículo. Después, hablando con un policía, obtuve una explicación que me sorprendió por su carácter asertivo, pese a no presentar pruebas: “Son los de la marcha, se meten en el banco, sacan número y roban al voleo”. Preferí no preguntar por cámaras o empleados de seguridad y lanzar una onomatopeya vaga como respuesta. La marcha no me importaba; perder el celular, de la forma que sea, me dolía porque sale casi cuatro veces más que cuando lo compré hace un año. Traté de consolarme con el padecimiento del protagonista de Hambre, a la espera del veredicto del secretario de redacción a quien presentó un texto que creyó genial –y por ende salvador– mientras lo escribía, pero que confirma como mediocre, al rememorarlo, horas después de haberlo entregado.
En una sucursal de Banco Nación, una mano buceó por el bolsillo de mi campera
Al día siguiente, mi médica, casada con un sindicalista, me cuenta que existe un servicio al que su marido llama Batuque: barrabravas que cobran por ir a marchar por causas diversas (y a veces contrapuestas), con sus bombos y platillos. Circulan distintas tarifas, música “con quilombo” y “sin quilombo”. Por la tarde le cuento todo a una amiga que da clases de apoyo en una villa de Soldati, quien retruca con algo relacionado: “No pudimos hacer la tarea porque fuimos a trabajar a la marcha”, le dijeron varios nenes. Todos detestan ir, los obligan. “La marcha como trabajo infantil”, dispara mi amiga, como invitándome a sacar conclusiones. Pienso en el protagonista de Hambre como el único capaz de decir algo trascendente –y acaso positivo– sobre las motivaciones no declamadas de un manifestante, porque el hambre y la intemperie potenciaban su imaginación hasta el delirio. Lo imagino hallando respuestas sobre lo que, para mí, es un problema cada vez más inexplicable.