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Así en la política como en la salud

A través de los sondeos, la sociedad lanza un mensaje claro: prefiere la unidad en lugar del enfrentamiento y premia a quienes ejercen la moderación.

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El Covid sigue amenazando en la Argentina, pero en el mundo hay señales muy positivas. | Pablo Temes

Un reciente informe de las Naciones Unidas, titulado “Previniendo la próxima pandemia: las zoonosis y cómo romper la cadena de transmisión”, contiene una advertencia: los sistemas sanitarios tratan los síntomas de la enfermedad en los individuos, pero no están atendiéndose las causas del mal, que si no se revirtieran, provocarán nuevas pandemias iguales o peores que el Covid.

Si la admonición de los epidemiólogos se cumpliera, no alcanzará esta vez con descubrir una vacuna. Cada tanto tiempo se necesitarán otras, para prevenir infecciones recurrentes cuyas causas no se afrontan. Un túnel sin salida que podría atrapar al mundo.

La propuesta de las Naciones Unidas para encarar el problema parece limitada a la cuestión científica, acorde con la impotencia política de esa organización. Sin embargo, es muy interesante y aleccionadora: consiste en adoptar un enfoque integral, haciendo que expertos de diferentes áreas de la salud humana, la salud animal y el medioambiente trabajen juntos. El proyecto se llama One Health, que podría traducirse como “Una única salud”.

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Recurramos ahora a una analogía obvia: desde hace décadas las élites argentinas se distraen en los síntomas sin interesarse por las causas de las enfermedades del país. El poder y los medios están en otra cosa. Con una pavorosa falta de imaginación, día a día ocupan la agenda temas banales, desde las interminables rencillas de la política hasta los últimos movimientos de la vicepresidenta. Así, los problemas se agravan y las oportunidades pasan. La degradación progresiva lleva a la impotencia: no se encararon las causas y ya no pueden curarse los síntomas.

Frente a un panorama tan desolador, dos suelen ser las respuestas anímicas habituales: el fatalismo o el voluntarismo. El fatalismo tiene extensa prosapia, que empalma con la idea de la decadencia argentina, firmemente arraigada en la tradición intelectual. Mientras se flagelan, los fatalistas dictaminan: nunca vamos a cambiar, somos populistas y cada vez estaremos peor, solo resta esperar a convertirnos en Venezuela. El voluntarismo, en cambio, posee ideales y convicción, atributos que sin embargo suelen subestimar la dureza de la realidad.

El clisé sostiene que la política es “el arte de los posible”. Acaso ese posibilismo pueda abrirse camino entre lo fatal y lo ideal. Para lograrlo, deberá asimilar una enseñanza que hizo célebre Maquiavelo y confirmó el realismo político: los actores sociales se mueven por intereses antes que por valores morales. La cuestión son los incentivos, no los principios. Por eso, la experiencia muestra que los acuerdos perdurables consisten en una coordinación de intereses, donde cada parte siente que se ha dado cabida a los suyos. Por ahora Moyano no se va a bajar y Galperín tampoco, de modo que deberán conciliar posiciones.

Ir de los síntomas a las causas requiere cambiar la cabeza. ¿Cuáles serían los incentivos para hacerlo? Entre otros, podrían postularse dos. Primero, la probabilidad de que el país se vuelva ingobernable, como ocurrió en 1989 y 2001, una experiencia colectiva alojada como un trauma que atemoriza al poder y a la sociedad. Segundo, la constatación de que ante las crisis las medidas económicas, las estrategias de contención social y los discursos políticos son cada vez más parecidos, como lo atestigua la transición entre Macri y Fernández. La continuidad de recursos como el cepo, la relación próxima con el FMI, el relato sobre la unidad nacional y la vigencia de los planes sociales parecen confirmarlo.

Sucede un fenómeno interesante: más allá del cristinismo, la mayoría de los profesionales llega a conclusiones parecidas. Hoy, Alfredo Zaiat está de un lado y todos los demás del otro. No es un juicio de valor, sino una realidad asumida en la mesa chica presidencial. Los desequilibrios provocados por la pandemia en el presupuesto de las familias y las empresas, junto con los desajustes en la macroeconomía, son tan severos que los paliativos se volvieron evidentes y compartidos.

Las centrales empresariales y sindicales aproximan posiciones. Economistas en lugares distantes del arco ideológico aceptan el déficit fiscal ocasionado por el Covid y saben que no habrá oportunidades si no se reestructura la deuda, se estabiliza la economía y aumentan las exportaciones.

Más allá de los gobiernos, los especialistas en políticas sociales coinciden acerca de cómo contener la pobreza y el hambre. Es paradójico: quizá nos estemos acercando, en medio de la peste, a una One Health argentina.

Un dato refuerza esta impresión. A través de los sondeos, la sociedad prisionera lanza un mensaje claro: prefiere la unidad en lugar del enfrentamiento; privilegia la moderación, premiando con su apoyo a los que la ejercen. Deberá recordarse una vez más lo observado antes de la pandemia, pero que se reforzó con ella: Alberto Fernández y Horacio Rodríguez Larreta, reunidos administrando la crisis, duplican en imagen a los últimos ex presidentes, asociados a dos proyectos de país irreconciliables que a la mayoría no le interesan.

A la preferencia por la moderación y al consenso implícito de los profesionales se contrapone la anomia política. Las reglas no están claras, porque tampoco lo está la distribución del poder. Es probable que la suerte estuviera echada desde el principio. Era forzado sumar en una fórmula a dos que se habían peleado, y además pretender que el que ocupara el cargo más alto se subordinara a la que estaría un escalón más abajo, por más que ella tuviera mayor envergadura política.

La presidencia posee demasiados botones irresistibles como para ceder el lugar. La historia argentina lo atestigua.

Si se aclarara la controversia en la cima del poder, entre los temores de la sociedad y el diagnóstico similar de los expertos tal vez podría enfrentarse con mayor concordia el complejo escenario que viene, procurando abordar las causas antes que los síntomas, cuando pase la fase aguda. Así en la política como en la salud, para seguir las sugerencias de las Naciones Unidas y no solo las del FMI. Hay que ser creativos.

Alcanzar un consenso básico supondría que en la clase política prevaleciera el temor a perder la legitimidad sobre el afán ciego de retenerla, que los moderados se impusieran y que los profesionales de diversas disciplinas fueran convocados.

Faltaría conocer qué harían en ese caso el periodismo y los tuiteros abonados a la grieta, porque es sabido que a los públicos fanatizados los excita más la sangre que el acuerdo.

 

*Analista político. Director de Poliarquía Consultores.