Conversaciones con Lukács, de Arnold Hauser (Guadarrama, Barcelona, 1979, traducción de Gabriel Rack) que compré hace un tiempo en una librería de viejos en la calle Céspedes, apenas cruzando Cabildo, tiene un título engañoso: hay solo una conversación -y muy menor- entre ambos, y en cambio incluye varias entrevistas a Hauser, más un muy buen ensayo de él, ahora sí, sobre Lukács (“No cabe duda de que en la historia tropezamos frecuentemente con situaciones disyuntivas, y si tomamos, de acuerdo con Marx, toda la historia de la humanidad habida hasta ahora como ‘lucha de clases’, nos hallamos entonces frente a puros sucesos revolucionarios. Es comprensible, por lo tanto, que Marx y el marxismo clásico, ignoren cualquier acontecimiento memorable que no sea la victoria o la derrota de los intereses de clase (…) solamente que la profecía de Lukács (…) es, desde un principio y contrariamente a la severa felicidad del marxismo ortodoxo, una novela de aventuras comparable al Pilgrim’s Progress con diversos lances de fortuna”).
No obstante, más allá de este excursus, en una de las entrevistas a Hauser, reparé en algo que me resultó muy interesante. Hablando de la influencia y de su relación con la Escuela de Frankfurt, tanto en términos teóricos-intelectuales como de su amistad con varios de sus miembros, se detiene en la importancia de la música -sobre todo en la tradición que va de Mahler a Schönberg- en Theodor.W. Adorno, y escribe lo siguiente:
“Adorno era un pensador creativo que podía y quería expresar con cada frase algo especial. En ese sentido sostenía, por ejemplo, que no iba a ningún concierto, porque hallaba más placer en la partitura que en el sonido de las notas”. No estaba yo enterado de que el más grande filósofo de la música del Siglo XX no asistía a conciertos (¿Y por qué debería estar enterado? ¿Acaso soy especialista en Adorno? ¿Acaso soy especialista en algo?). No obstante, me asaltó una duda: ¿será cierto? El propio Hauser, un poco más adelante, cuenta que a Adorno le gustaba decir cosas chocantes (“era lo que le interesaba a menudo”).
Tal vez fue solo una broma. Muerto Federico Monjeau, no tengo a quién consultar.
Volví entonces a releer (pero no por completo, solo mis subrayados y algunas páginas en diagonal) En tierra de nadie. Th. W. Adorno, una biografía intelectual, de Stefan Müller-Doohm (Herder, Barcelona, 2003, 992 páginas, traducción de Roberto H. Bernet y Raúl Gabás) y, como era de esperar, no encontré nada sobre ese misterio (quizá la anécdota aparezca en las cientos de páginas que no releí). No lo sé, pero me resulta inverosímil esa historia. Es más, estoy casi seguro de que en mi biblioteca (detrás de pilas de libros, mugre, fotos viejas dentro de libros que no sé cómo llegaron allí: cada día más entiendo por qué Fogwill se deshizo de su biblioteca -que incluso no era demasiado grande-; con los años la biblioteca se vuelve un ancla, un ataúd portátil, o mejor dicho, inmóvil) estoy casi seguro, digo, que tengo en algún lado un comentario de Adorno a un concierto de Alban Berg, por lo que doy, casi, por desmentido el chiste que le hizo a Hauser.Pero, ¿y si fuera verdad? Si por un minuto lo tomásemos como cierto, ¿qué consecuencias extraeríamos? Sin más espacio para avanzar (es decir, para retroceder) prometo continuar con el asunto la semana que viene.