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Cables

Un obrero yace sobre la red que forman los cables tal vez de un tendido eléctrico, tal vez telefónico. El cuerpo de espaldas, los brazos abiertos en cruz.

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Cables. | Marta Toledo

Es sábado a la noche y estoy en la vereda de un bar, un boliche, en Bogotá. Salí a tomar aire, huyendo de la pista llena de cuerpos pegajosos, de perreo, luces y calor. 

Afuera se está bien. Afuera se agrupan muchachas y muchachos que están a punto de entrar, todavía frescos, todavía oliendo a perfume, el maquillaje intacto, la ropa en su sitio. 

Las letras de neón en el frente del bar resplandecen en la calle oscura. No es que sea particularmente oscura, sino que las calles de la ciudad parecen siempre en la penumbra, de noche. pero también de día, ese cielo siempre gris, siempre a punto de llover o llovido o lloviendo. Y el cablerío. 

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Los cables atraviesan las calles formando entramados inverosímiles; tensos en el mejor de los casos, colgando como bombachas vencidas la mayor parte del tiempo. 

Es imposible mirar hacia arriba y no sentirte un animal a punto de caer en la red de un cazador… podría decir pez y pescador, pero no porque en este caso la red enorme, gruesa, viene de arriba, caerá como una manta, una trampa sutil.

Me quedo viendo el cableado, un poco mareada por los hilos que van y vienen, se enredan, tejidos por una araña perezosa. Pienso, me acuerdo, de una foto impresionante del mexicano Enrique Metinides, una de mis favoritas del Niño, como le decían sus compañeros de la sección policiales de los diarios de su época, pues Metinides empezó a trabajar como aprendiz de fotógrafo a los diez años, todavia un chico de pantalones cortos, en la México de los años 50.

Un obrero yace sobre la red que forman los cables tal vez de un tendido eléctrico, tal vez telefónico. El cuerpo de espaldas, los brazos abiertos en cruz, en la foto se ve la raya perfecta del pantalón y los mocasines que vestía el operario. Casi no parece un cadáver, casi da la impresión de ser un trapecista que se ha dejado caer en la red luego de dar tres o cuatro vueltas completas en el aire.

De estos cables el pensamiento va a los hilos tensos que forman como alambrados aéreos al costado de la ruta.

He visto, hace un tiempo atrás, creo que luego de una temporada de inundaciones, cientos de miles de bolitas oscuras colgando de esos cables. Lo he visto desde la ventanilla del micro que hace el recorrido entre Paraná y Santa Fe, saliendo del túnel subfluvial, ya del lado santafesino. Las recuerdo como algo fuera de lugar en la postal de una mañana soleada, de cielo absolutamente limpio. El brillo de la seda entre los cables negros, la extrañeza de esas motas que parecían suspendidas en el aire, el reconocimiento (se podría decir reconocimiento si es la primera vez que se asiste a algo?) tardío, un poco espantado, bastante fascinado: arañas, cientos de miles de arañas de un tamaño lo suficientemente considerable para que se vean desde un vehículo a una velocidad promedio. Arañas o crías de arañas. En los cables, del mismo modo que entre los troncos de los espinillos. Redes cristalinas al costado de la ruta.

Fue por la misma época en que volvieron los irupés a esa parte del Paraná. Por eso creo que fue en el tiempo de las inundaciones.

Cuando entro de nuevo al boliche veo a una chica liliputiense, hermosa y perfecta en su tamaño diminuto. Nunca vi una mujer tan pequeña. Vestida como la mayoría de las muchachas con ropa ajustada y transparencias, se menea con su grupo de amigos. 

En las pantallas que cuelgan del techo Shakira se desquita, multiplicada, de su ex. Todos saben la canción de memoria, yo también la sé.