El fin del homo sovieticus es un libro apasionante con el que Svetlana Aleksiévich obtuvo el Premio Nobel de Literatura de 2015. Durante setenta años se hizo en la URSS el experimento de ingeniería genética más radical de la historia. Se aisló del mundo a la población, controlando la educación e informándole sólo lo que transformaría al homo sapiens en un hombre nuevo, alejado del individualismo, motivado por un colectivismo altruista, amante de la paz, sin prejuicios raciales ni desviaciones sexuales propias del capitalismo. Era el homo sovieticus de Heller, el hombre nuevo que se anunció en Cuba.
Svetlana Aleksiévich no refuta teorías. Conversa con cientos de seres humanos reales, lo que quedó del homo sovieticus. En vez del hombre perfecto que cambiaría el mundo, Svetlana se encuentra con sovoks (pobres soviets anticuados), recuerda que fue uno de ellos y dice: "Nunca fuimos conscientes de la esclavitud en que vivíamos; aquella esclavitud nos complacía. Ahora miro hacia atrás y me pregunto si esas personas éramos nosotros. ¿Así era yo? ¿En serio? Todos contábamos con una sola memoria, la memoria del comunismo, basada en pequeños triunfos absurdos e idiotas”.
Para los sovoks fue difícil aceptar la desaparición de una sociedad que mató sus ambiciones, pero los protegió de la libertad. Svetlana, cuando recibió el Premio Nobel, dijo en una entrevista: "El homo sovieticus que nunca experimentó la libertad no ha desaparecido. El mismo es una mezcla de cárcel y guardería. No toma decisiones, no compite, espera el reparto". El sovok "es una metáfora de nuestra ineptitud para aceptar lo que vino. Fuimos incapaces de vivir esta nueva vida, no encontramos la fuerza para ello, o para tener ideas, deseos, o buscar experiencias. Durante la perestroika, creímos que era cuestión de hablar y llegaría la libertad, pero resultó que la libertad cuesta mucho esfuerzo y la masa estaba habituada a la esclavitud”.
Según Andréi Zubov, autor de Russian History: 20th Century, académico perseguido por Putin por su oposición a la intervención en Ucrania, el sovok es fruto de un proceso de selección natural negativa que por décadas hizo que “los mejores, la gente más honesta y educada fuera asesinada o imposibilitada de tener descendencia, porque terminó en la cárcel o fue forzada al exilio”. La masa del electorado de Putin son sovoks que no tienen interés en la democracia, no aprecian la libertad, buscan la protección paternalista del Estado, se sienten más tranquilos con un gobierno autoritario. El experimento soviético no produjo una especie superior al homo sapiens, sino una población postrada que tardará décadas en aprender a vivir en libertad.
Más allá de lo que pasó con la gente, el relato teórico comunista fracasó en todo sitio en donde se implantó. En noviembre de 1989 los alemanes derribaron el muro de Berlín que trataba de impedir que los habitantes del paraíso comunista escapen a la esclavitud capitalista. Los pueblos liberados por el Ejercito Rojo sólo querían liberarse del Ejército Rojo y lo echaron en cuanto pudieron. Los países europeos que vivieron el socialismo real lo derogaron cuando se independizaron de Rusia, sus habitantes detestan el socialismo. No pudo independizarse Koenigsberg, la antigua capital de Prusia, porque está habitada por rusos y ahora se llama Kaliningrado en memoria de un colaborador de Stalin. De los socialismos africanos y asiáticos no queda nada más que algunos despotismos pintorescos o el caos. Libia y Somalia son países que se licuaron, sus habitantes dan la vida porque les permitan ingresar en el infierno capitalista. Muerto Mao, los dirigentes chinos suicidaron a su viuda, instauraron un liberalismo salvaje con ritual marxista. El maoísmo cometió el mayor genocidio del siglo XX: mató a 65 millones de chinos, un tercio de la población de Cambodia e inspiró a Sendero Luminoso. Ese fue el derrumbe del relato del homo sovieticus y del modelo comunista.
*Profesor de la GWU, miembro del Club Político Argentino.