Siempre sin aliento por la succión sofocante de las urgencias más apremiantes, no nos detenemos nunca a pensar en los cambios gigantescos que ya mismo nos sacuden y equivalen a la presencia disruptiva del futuro en el presente. Ese presente, empero, es más pasado que vigente actualidad. Pero los desafíos de esas transformaciones, enormes y espinosas, abren posibilidades luminosas en torno de las cuales parecería ser filosóficamente indebido hacerse esperanzas. Hay un mundo que se muere y que cada vez será más difícil de defender, porque es insostenible e insustentable. Hablo de las universidades masivas, cuyo contrato inicial sigue siendo básicamente el mismo de la Grecia clásica: un sabio habla enseñando y sus jóvenes discípulos lo escuchan personalmente. En reciente producción periodística, The Economist evoca a Aristóteles dando clase en el Liceo ateniense. Esa era ha terminado y el mundo más avanzado ha tomado nota. Universidades que se jactan de tener 300 mil alumnos se irán haciendo cada vez más obsoletas y, además, técnicamente inviables. Son preceptos que fueron necesarios y justos hace cien años.
La universidad gratuita y estatal fue uno de los sucesos más innegables de lo que luego se llamó el “estado de bienestar”. Pero razones poderosas evidencian que todos aquellos parámetros se han modificado de manera inexorable. Se precisa mucho coraje y perspicacia para asumir los costos del cambio, pero se abren maravillosas expectativas, admitiendo la realidad de la famosa “destrucción creativa” sobre la que se apoya el razonamiento del semanario liberal inglés. Tal como hoy se la conoce y experimenta en la Argentina de 2014, la mítica universidad pública y gratuita lo es sobre todo para la clase media, que se sirve de ella como un derecho adquirido e intangible, incluyendo a su masa de alumnos y a su irreductible elenco de profesores y enseñantes de menor categoría. Las razones de que aquí pase lo que ya viene pasando en todo el mundo se apoyan en tres elementos de la realidad. Los costos de financiar un sistema universitario convencional aumentan sin cesar (no así los resultados cualitativos), cambia de manera dramática la naturaleza de la demanda de los alumnos y la emergencia poderosa de tecnologías de enseñanza vía medios digitales. Estos tres vértices de una revolución que requiere reinventar lo que durante casi 15 siglos se llamó “Universidad”. Es oportuno, además de práctico, acompañar en clave argentina el razonamiento de The Economist.
Se ha detectado que la educación universitaria padece de la llamada enfermedad de Baumol: los costos de los sectores trabajo-intensivos crecen sin parar, pero simultáneamente su productividad se ha estancado. Autos, computadoras y muchas otras manufacturas son cada vez más baratos en términos históricos, mientras que el Estado vive asfixiado sosteniendo una educación universitaria cada vez más costosa.
El segundo tema es el mercado de trabajo. Si hasta hace algunos años la gente cursaba la universidad entre los 18/20 y los 25/27 años como manera de asegurarse una vida de plenitud y ascenso social, ahora los portentos de la automatización ponen todo cabeza para abajo. Un dato de la realidad, que poco habitualmente se toma en cuenta en la Argentina es que la desaparición de categorías enteras de trabajo, exigirá que la gente incremente de manera equivalente su capital de conocimiento durante toda su vida. No existe “haber ido a la universidad” para proclamarse dueño de un capital de autoridad.
El tercer aspecto es el tsunami tecnológico. Nuestro propio oficio de periodistas y la industria en medio de la cual se desarrolló desde fines del siglo XIX, cambió para siempre con internet, como pasó con los libros y la música. Siempre habrá gente interesante y creativa que querrá mirar a los ojos de enormes profesores de carne y hueso, pero serán cada vez menos. Los cursos online ofrecen hoy a decenas de millones de personas con apetito de ser mejores y más eficaces, posibilidades antes inimaginables y –además– tremendamente más accesibles en términos económicos.
Falta mucho, claro, sobre todo en la Argentina, porque aún no surge un sistema de acreditación formal y la tasa de abandono es alta. Coursera, por ejemplo, atesora ocho millones de usuarios registrados y sus cursos son gratuitos. Cuando en 2013, ofreció la posibilidad de cobrar un honorario de entre treinta y cien dólares para certificar estudios terminados, facturó un millón de dólares.
Suele desdeñarse en nuestra cultura cotidiana la fuerza matriz de la sana ambición individual en la vida de las personas, como si desear prosperidad fuese sinónimo de mezquindad y vileza. Las universidades abiertas siempre seguirán siendo habitadas por estudiantes animosos y con ganas de saber, además de interesados en intercambiar con condiscípulos de igual talante. Los periodistas sabemos que los medios empantanados en la mediocridad muestran el camino que nos toca recorrer si no advertimos las señales de la época. A las universidades les pasará lo mismo, más temprano que tarde. El empleo industrial caerá casi un 30% en el futuro de mediano plazo y según consigna el semanario con sede en 25, St. James Street, más de 700 universidades deberán cerrar sus puertas. Los que queden (industrias, medios, universidades) deberán rehacer sus vidas. ¿Habrá víctimas? Claro que sí, pero la única opción es pensar cómo aprovechar el lado soleado de la vida. Las universidades tienen una formidable capacidad para congelar el futuro en nombre del pasado. Pero el rigor competitivo que reclama la época no se resuelve con los ojos llenos de lágrimas en evocación de un pasado mítico, oportunamente positivo, pero cada vez menos factible de reiterar. Hay que admitir que reinventarse y hacerse cargo de las limitaciones y desafíos de los tiempos puede ser más fértil que negativo. Los ideólogos del statu quo universitario deberían asumir que lo importante es que cada vez más gente pueda aprender y, además, actualizarse y entrenarse para un mundo en donde ya nadie regala nada. Es cuestión de pensarlo, aunque hacerlo implique pisar muchos callos.