Tras ser detenido, durante quince horas completas fue interrogado en la Oficina Anticorrupción de Francia el ex presidente Nicolás Sarkozy. Es la primera vez que un ex jefe de Estado de la república francesa es colocado en esta situación. Los medios se habían apresurado ayer al avanzar en la idea de que estaba preso. No, no estaba preso, sino obligado a comparecer ante sus interrogadores. La traducción literal es “interrogatorio, cara a cara, en una sede judicial”. Esto sucedió la noche del martes 1° al miércoles 2, y la imputación que pesa sobre Sarkozy son “violación del secreto profesional, corrupción y tráfico de influencias”. Las penas, en el caso de que estos delitos le sean probados a Sarkozy, pueden llegar a ser de hasta diez años de prisión. Tras ser interrogado, Sarkozy recuperó completamente su libertad de movimiento.
Los jueces están tratando de establecer si el ex presidente francés había intentado tener informaciones protegidas por el secreto de investigación, en torno a una decisión de la justicia que a él lo afectaba, y que esto habría implicado, de parte de Sarkozy, a manera de devolución de gentilezas, la promesa para designar a un notorio influyente en un puesto de mucho prestigio en el principado de Mónaco. También hay sospechas sobre la posibilidad de que el régimen libio de Muammar Khadafi hubiera financiado la victoriosa campaña electoral de Sarkozy en 2007.
Ustedes tienen derecho a interrogarse a qué viene este detallado resumen de lo que ha pasado en Francia. No se les escapa a los perspicaces oyentes de Esto que Pasa, que estoy hablando de una situación verdaderamente excepcional: la primera vez que un ex jefe de Estado de Francia, uno de los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, y tradicionalmente una potencia cultural y política, aunque ya no lo sea, es sometido a una situación que Sarkozy ha cuestionado. Él se ha defendido apareciendo por televisión tanto ayer como hoy, en extensos reportajes.
Pero lo que interesa ahora mismo no es la política francesa. Lo que interesa es la mirada comparativa. En determinados países como la Argentina –que no es el único-, lo que prevalece en cambio es la noción de que el poder genera, automática e incuestionablemente, impunidad. Al poder político no se lo puede desafiar, no se lo puede interrogar, no se lo puede someter a la inspección autónoma de otro poder autónomo del Estado, Justicia. Este episodio fundamental, tiene similitud con otros, no es único. En Israel, por ejemplo, está terminando de cumplir una pena de siete años de prisión (se lo declaró convicto por un caso de violación) el ex presidente Moshe Katzav, que había sido jefe del Estado de su país entre 2000 y 2007.
No sé si son los únicos casos, pero sugieren de qué manera las democracias pueden valerse de la Justicia para mantener lo más intangible posible su arquitectura institucional. No estoy comparando el caso probado de la violación del ex presidente israelí, y de la decisión de la justicia independiente de su país, que no trepidó en condenarlo, sin que ningún poder político terminara por doblarle el pulso, con el caso de Sarkozy, cuya situación es en todo caso, mucho más lejana a la demostración judicial de que haya delinquido.
En estos países, como en otras naciones democráticas que desafortunadamente son la minoría, la impunidad es mucho más costosa y más difícil que en la Argentina, cuyo modelo es, no solo Amado Boudou, sino la larga colección de delincuentes, estafadores y aprovechadores de los negocios del Estado para la ganancia propia, que se han ido preservando en el poder personal, más allá de que la Justicia haya intentado intervenir, normalmente con muy poca suerte. Tampoco es una primicia del kirchnerismo, hay que ser muy sinceros: la idea de que el poder garantiza impunidad ya había sido acrisolada durante la larga década menemista, que muchos consideran, a la vista de lo que está pasando hoy con el poder en la Argentina, como un mero juego de niños. Esto sucede de cara a la consumación de la noción de que un poderoso no puede ser cuestionado aún cuando el kirchnerismo sepa, in pectore, que la situación de Boudou es extremadamente compleja y comprometedora.
¿Cuál es la reacción presidencial? ¿Qué nos dice la jefa del Estado, la mujer que debe ser la presidente de la República Argentina hasta las primeras horas de la mañana del 10 de diciembre del 2015? Ella, lo que hace, es volver a tratar de incidir en el urbanismo de la Ciudad de Buenos Aires. No hay problemas más acuciantes para el Movimiento Nacional Justicialista, no hay cuestión más apremiante ni más decisiva, que erigir un monumento de los ex presidentes Hipólito Yrigoyen y Juan Perón en la Plaza de la República. La ciudad de Buenos Aires es un distrito político que, desde luego, no gobierna el kirchnerismo, y en donde las elecciones una y otra vez lo han consagrado como perdedor nato.
Para la presidente eso no importa. La herencia que le quiere dejar al país es el redundante reconocimiento a las trayectorias de Perón e Yrigoyen. Por de pronto es curioso, porque como bien marcaba esta mañana Pablo Sirvén (@psirven), en La Nación, el general Perón tuvo que ver con el golpe de Estado de 1930, cuando era capitán del Ejército Argentino ye ya apuntaba a convertirse en un importante cuadro de las Fuerzas Armadas. Él participó de ese golpe. Él formó parte de la conjura de nacionalistas extremos, corporativistas y antidemocráticos que consideraban que “el viejo caudillo radical” tenía que ser depuesto por las armas. Ese golpe de Estado inauguró la larga decadencia argentina desde 1930.
Pero más allá de esto, que podría ser considerado un tema menor, lo impresionante es que lo que tiene que decirle la presidente a los argentinos, atosigados por la inflación, preocupados por los crímenes en todo momento, lo que tiene para dejar como herencia es tratar de incidir, como arquitecta egipcia que ella se considera ser, en el mapa urbanístico de la Ciudad de Buenos Aires.
En ese sentido, es deprimente que el oficialismo metropolitano se haya pronunciado de acuerdo en volver a toquetear la Plaza de la República, un lugar, un espacio de la sociedad, que obviamente es paradigmático de Buenos Aires, pero que en todo caso, en la oportunidad de la modificación de tanta importancia como añadirle nada menos que dos monumentos como mellizos del Obelisco, tendría que ser sometido a un riguroso análisis político, urbanístico, técnico, ambiental y profesional. Nada de eso se ha hecho. Cristina ya presento la maqueta y quiere hacerla realidad, de prepo.
La política de los símbolos “la puede” a la Presidente. Es más fuerte que ella. Ha hecho lo mismo durante todos estos años. El brutal desarme y eventual traslado del monumento del almirante Cristóbal Colón, reemplazado por uno de Juana Azurduy; el enaltecimiento y agrandamiento de la batalla de la Vuelta de Obligado; la creación del Instituto Dorrego con fondos estatales; la permanente re denominación o bautismo de salones de la Casa Rosada; la colocación de la efigie de Eva Perón en el ex Ministerio de Obras Públicas, a imagen y semejanza de la efigie de Ernesto “Che” Guevara en La Habana; el monumento al Padre Mugica en la 9 de Julio, la colocación del nombre Néstor Kirchner a puentes, edificios, represas, barrios, todo, forma parte de una estrategia de los símbolos.
La estrategia de los símbolos termina siendo la estrategia del vacío. Además de pretenciosa, altanera, una actitud que subestima al resto de la sociedad, es la confesión de una impotencia: cuanto más monumentos hagan, cuantos más nombramientos o designaciones produzcan, más habrán de ratificar su imposibilidad de que la historia los juzgue, al menos, amablemente.
(*) Emitido en Radio Mitre, el miércoles 2 de julio de 2014.