Tengo la fortuna de tener dos ventanas a la calle junto a la mesa desde la que trabajo. Cuento con la compañía de una vecina, un señor mayor y un niño que, desde sus balcones alternan las apariciones dentro de mi campo mi visual. La chica fuma, el anciano cuenta ovejas lejos de la cama y el pequeño espera que algún coche o un vecino paseando el perro rompa su aburrimiento. Se alternan en sus apariciones y a veces coinciden para mostrar un trampantojo de normalidad. Esta composición de figuras indica que aquí no pasa nada fuera de lo habitual, como si suspendiéramos la incredulidad pero, más allá de la premisa de Coleridge, llevamos casi dos semanas poniendo la vida en otro lugar que no es precisamente este. En la ciencia, por ejemplo, cuyas premisas, pronósticos y promesas –la vacuna–, tomamos como verdad revelada sin asumir que el relato general de la pandemia la coloca en el sitio que antaño ocupaba la religión. Y como de pleno a esta, en parte también le alcanza el fracaso.
En un artículo que publicó esta semana The Atlantic, una profesora de la Universidad de Carolina del Norte, Zeynep Tufekci, sostiene que hubo un tiempo real para preparar a los recursos sanitarios frente a la pandemia pero que se desperdició debido al pensamiento asistémico generalizado que llevó a no reparar en los sistemas complejos y sus dinámicas. Algo así como ignorar el contexto total en el que son muchas las cosas que pueden salir mal. Se afirmó y con cierto rigor –claro, sin este contexto–, que debíamos preocuparnos más por la gripe que por el coronavirus. No solo Donald Trump, también el New York Times y el Washington Post se burlaron de quienes se preocupaban por la pandemia y pedían, a la vez, calma para evitar el pánico. Al recordar esto, con dos semanas de cuarentena detrás y muchas más por delante ¿cómo no suspender la incredulidad también en la ciencia?
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El planteo que hace Tufekci indica que la gripe mata, estadísticamente, en Estados Unidos a unas 40.000 personas al año y los accidentes automovilísticos se acercan a un número similar, con lo cual, su impacto combinado es predecible y la infraestructura sanitaria anticipa a ambos. Pero al añadir una enfermedad parecida a la gripe no es un evento lineal. No se trataba de preocuparse por este coronavirus o por la gripe estacional. Era cuestión de evaluar lo que significaría añadir una pandemia de COVID-19
además de una temporada de gripe y cómo esto abrumaría a los sistemas de atención de la salud.
Para entenderlo mejor, Tufekci explica que los hospitales en las naciones ricas tienen una cierta holgura para aumentar su capacidad de asistencia, pero no tanta. En consecuencia, sólo pueden tratar a un número limitado de personas a la vez, y tienen cuellos de botella particulares para sus recursos más costosos, como los ventiladores y las plazas de cuidados intensivos. La temporada de gripe puede ser trágica para muchas personas, sin embargo una enfermedad viral adicional e inesperada que coincida en el tiempo, no sólo es dos veces más trágica que la gripe aunque tenga una tasa de contagio similar: es potencialmente catastrófica.
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Mis vecinos, y yo también, seguimos entregados al silencio matinal de la calle vacía y también a la espera de que los epidemiólogos traigan respuestas.
De momento, los dos o tres que nos asomamos, fingimos normalidad. Por la noche, salimos todos aunque, entonces, es para aplaudir. Algo incrédulos. Como afirmaba Beckett: para fracasar mejor.