La muerte al fin, la obra de Wenceslao Tejerina, es una invitación a La gaviota de Chéjov sin la aparente parafernalia del teatro. Se da en El Taller de Omar, que es, ¡bendita Buenos Aires!, una casa. Allí sentados, entre los actores que comen empanadas y beben vino con nosotros o juegan al bingo (fraguado para el argumento), bulle lo más poderoso de este ruso, tan lejano y paradójicamente tan común a todas las tradiciones teatrales que conocemos. Ninguna de estas tradiciones variopintas ha podido jamás evadir a Chéjov.
Así estamos. Y una sensación persiste: somos el futuro de este texto. Somos esos seres que lo han incorporado a su cultura, que conocen y esperan sus metáforas, sus imágenes, su quedo desenlace. La gaviota asesinada porque sí, la venda en la cabeza de Kostja, la pesca ociosa de Trigorin, el monólogo futurista de Nina ante los impávidos espectadores de otro tiempo. Otro tiempo: ese es el milagro que ponen en ejecución Tejerina y sus actores. Al prescindir de telones, butacas, acomodadores y Sugus, todo lo esencial se oferta pulido como un hueso. Todo está allí; somos los espectadores que miramos susurrar a los espectadores de ese monólogo futurista que ahora es historia. Somos los habitantes de una cultura que más o menos conoce los dimes y diretes de este clásico. Sabemos que cuando se estrenó, el 17 de octubre de 1896, levantó abucheos que hicieron que Chéjov se escondiera entre oscuras bambalinas. Juró que iba a desistir del teatro. ¿Y todo esto por qué? ¿Porque las acciones importantes ocurren fuera de escena? ¿Porque lo que queda a la vista es sosegado y aparente, mientras que todos los roles están en ebullición por dentro? ¿Porque las convenciones teatrales de esa época no admitían lo que Chéjov acababa de inventar: una intimidad misteriosa, exaltada, que nunca enunciaba en sus diálogos el tema de le enunciación, sino que simplemente le daba vida? Tuvo que esbozar Stanislavski una teatralidad nueva para que Anton Chéjov se hiciera algo legible. Ahora es para siempre nuestro idioma.
Siento envidia por estos jóvenes actores que en vez de andar de farra se reúnen los domingos a perder dinero en sala íntima, a cambiarlo por un momento de verdad entre contemporáneos. ¿Dije jóvenes? Miento. Algunos sí, otros tienen mi edad y un poco más. Pero lo que hacen es que los espectadores, llegados del frío futuro e invocados por un peluche alado, sintamos la edad en todas sus misteriosas, sus maravillosas formas.