Mientras el cine y la ley que le garantizaría autonomía penden de un hilo, pequeñas salas teatrales del Abasto o Boedo rebosan de público. Son obras que urden un misterioso equilibrio: tienen exactamente el público que entra (a veces cien, a veces treinta) pero por su calidad podrían explotar en salas más grandes. Que –acá está el problema– tal vez no existan.
Un ejemplo es Las cargas, milagro de alquimia escrito y dirigido por Christian García en el teatro Casa. Que es –sí– una casa y un teatro, donde público y actores (Laura Névole, Pablo Chao y Lucas Crespi, exquisitos) se funden en intimidad. Así de cerca, toda idea es políticamente incorrecta; nos reímos porque nos dejan hacer la travesura y nadie va a enterarse. Así pasa con lo que es dicho en el espíritu de cofradía que crea el pequeño teatro.
La obra enfrenta con coraje un tema inabordable: las relaciones familiares donde la enfermedad crea dependencias y cadenas. Podría haber sido rasposo para un público que busca birra y fiesta independiente y, sin embargo, en ese conciliábulo de poquitos, es posible jugar a la inteligencia (la invitación a pensar también usa convenciones) y dar en las teclas graves. Como la distancia es corta, acá rige el realismo, el primer plano de la cámara puesta sobre el nudo del problema. Chao, Crespi y Névole se transforman con mímesis impecables, pero la dramaturgia altera todo lo demás alrededor: el tiempo, la moral, la ética, la angustia. Es imposible afirmar cuántas familias representa el trío, que usa la intermitencia como escape necesario para que el motor funcione y alivie sus gases tóxicos, de otro modo irrespirables. La enfermedad mental no ocurre solo en el enfermo; las heridas son circulantes. Y cuando las personas se vuelven cargas y esos yugos no se pueden disolver, hay dos maneras de afrontar el sinsentido de la vida: con humor y con amor.
Solo queda abrazar, abrazarse, amar con devoción y salir a ver las focas rojas cuando lleguen a sus riscos favoritos.